THE OBJECTIVE
Eduardo Laporte

La vida de mi vecino: lo mejor que he leído este verano

«Yo quería hablar de la vida de Jesús, mi vecino del segundo. Y de cómo un día de verano me sorprendió con un cuadernillo encuadernado en espiral en el que condensaba su casi siglo de vida»

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La vida de mi vecino: lo mejor que he leído este verano

Ashwini Chaudhary | Unsplash

«No sé si llegaré a usarlo a este paso…». Jesús se refiere al futuro ascensor que le aliviaría dos lacerantes pisos que con casi 86 años empiezan a doler. Por eso los sube despacio y con estoicismo manchego. Otra cosa es un quinto, como en el que vivía la pareja de ancianos a los que compré el piso del que se desprendieron regañadientes por una cuestión tan procaz como la falta de una máquina que te ascienda (o descienda). Demasiadas escaleras en unas piernas, las de un extaxista, cansadas. Recuerdo que me contó que estuvo en la inauguración del Santiago Bernabéu, pero que había demasiada gente, agobio en los vomitorios, y no le gustó. Era 1947. Los del bar de abajo me dicen que andan mustios en su pueblo originario de Toledo. Es el epílogo no siempre dulce del éxodo rural, una España que se re-llena de modo tímido y menos épico (ese nostos) del esperado. Claro que otros vecinos, de Cuenca ellos, se aburrían en su Vallecas de adopción. Me lo decía ella, mientras intercalaba palabras como «canelón», para referirse a la bajante, o «nesecidades», con una dignidad intachable. «Sin la huerta, no sabe qué hacer». También vendieron el piso y, al poco, él murió.

Pero yo quería hablar de la vida de Jesús, mi vecino del segundo. Y de cómo un día de verano me sorprendió con un cuadernillo encuadernado en espiral en el que condensaba su casi siglo de vida. Me advirtió de que no había ido a la escuela, que los estudios no eran lo suyo, pero que había quedado una cosa maja. También emplea algún término particular, como «alredor» (por alrededor) y las erres finales tienen un algo de ele. Dice que lo que más le gusta es leer, negando aquella máxima posmoderna de que leer no te hace mejor persona. O quizá es que son las buenas personas las que leen. Es el caso, al menos, de Jesús.

Mi abuelo León tampoco fue a la escuela y escribió un manuscrito parecido. Las siete vidas del gato León, se llamaba, y en él refería las distintas desgracias con que le zarandeó la vida, como la de la bala perdida en el frente de Tolosa. Me sorprendió la precisión con que se refería a esos capítulos y el humor cervantino que les imprimía; no en vano el único libro que leyó y releyó fue El Quijote, con ilustraciones de Doré. Como cuando, tras asumir que le habían arrancado la pierna para evitar la infección letal (de ahí lo de cortar por lo sano), su madre le pregunta si quiere un regalo y él contesta: «Una bici».

A Jesús le pilló la guerra de chico (nació en 1935, en Herencia, Ciudad Real), pero no así su resaca, y esos años cuarenta que parecían perdidos en la noche de los tiempos. Tuvo, como mi abuelo, una precaria educación nocturna e invernal; su profesor había pasado por un campo de concentración, «donde vivía con unas condiciones terribles por lo que cayó enfermo y esto no le permitía trabajar». La palabra «trabajo» no admitía tantos matices como ahora e iba referida sobre todo a cuestiones del campo y su productividad. «Por sus servicios cobraba una peseta por noche. Lo poco que sé se lo tengo que agradecer a él».

Autobiografía de España

Se me acaba el artículo y apenas he hablado de este libro lleno de subrayados que, bien editado, se vendería más que Feria. ¿Por qué no un sello editorial que diera voz y difusión a este tipo de textos autobiográficos? Porque la vida de Jesús, mi vecino del segundo, en Nueva Numancia, Vallecas, Madrid, es también, como la de Forrest Gump en EEUU, la vida de una nación.

La sencillez con que cuenta relatos espeluznantes vale más que muchos alambicados ensayos de relumbrón. Como cuando se refiere a un primo suyo, de negro destino: «Al venirse de la guerra y después de haber estado en la cárcel por ser comunista, lo desterraron a Pedro Muñoz. Antes no era como ahora y eras juzgado y encarcelado si tus ideas eran diferentes a las del régimen político […]. Las consecuencias que esto tenía suponían una mancha de por vida, pues al salir no querían contratar a ese tipo de personas por muy capaces que fueran».

Era la época en que se robaba, de noche, en casas, huertas y graneros, «pues había mucha hambre». Un tiempo que es testigo del paso del carro al autobús o al coche y que pone a la ciudad en el horizonte, pues el mundo rural se agostaba. Y en una visita a Madrid, nuestro Jesús se dio cuenta de «que en una semana ganaba más que en mi oficio [agricultor]». ¿Actividad? Tabicar. Llegaron buenos tiempos: «Ganábamos buen dinero y además cobrábamos las horas extraordinarias, todos los días, sin trabajarlas». Le dio para comprarse una casa y un Citroën Visa, que sus compañeros decían que era de curas. Con los años y la abundancia de trabajo, «que pagaban muy bien», le dio para comprarse también la casa en el pueblo y vivir sin aprietos sin renunciar a la Villa y Corte. Inevitable reflexionar sobre la tesis del citado Feria, de Ana Iris Simón, de que nuestros padres y abuelos vivieron mejor. Jesús trabajó duro, pero también obtuvo recompensa.

Honesto, certero y con una mirada rica sobre el tiempo que le tocó vivir, el libro de mi vecino es de lo mejor que he leído este verano. Ojalá, tras más de dos años de desidia burocrática municipal que no denuncia ningún tuitero, instalen pronto el ascensor.

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