THE OBJECTIVE
Jaime G. Mora

La vida 'vedette'

Huérfano de tertulias a las que acudir ahora que en agosto la política se ha ido a la playa, Revilla se inventó una jornada de puertas abiertas en la sede del gobierno regional para seguir saliendo en las fotos.

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La vida ‘vedette’

Huérfano de tertulias a las que acudir ahora que en agosto la política se ha ido a la playa, Revilla se inventó una jornada de puertas abiertas en la sede del gobierno regional para seguir saliendo en las fotos. Todo el que quisiera tomarse un selfi con el presidente cántabro no tenía más que acercarse a saludarlo. Cientos de personas de toda España hicieron cola para tener su particular «aquí, sufriendo» con el presidente campechano. Los partidos de la oposición criticaron el afán de Revilla de convertirse en un «presidente influencer».

Leo los periódicos estos días y me cuesta distinguir entre la vida real —la vida que cuentan los periódicos, sea real o no— y la vida de Instagram. En el diario de hoy las noticias «Salvini y el vendedor senegalés, la foto del verano en Italia» y «Aitana Ocaña: Jornada marinera en aguas de Ibiza» van ilustradas con fotos firmadas por Twitter e Instagram. Entre fotos virales y titulares escritos en forma de etiquetas —»#MiNovio / Así proclama su amor Alicia Promesas», leo en una columna—, también se han publicado reportajes sobre el síndrome de la nariz pegada al móvil.

El más inquietante lo escribió Guillermo Abril en ‘El País Semanal’. Contaba cómo viven los chicos de entre 13 y 18 años a la vida ‘online’: muchos mensajes con emoticonos y corazones y poca vida en la calle. Para qué quedar, si se pueden escribir. Menos citas, menos diálogo, menos borracheras, menos sexo… Ahora se organizan fiestas en las que los chicos se identifican con su usuario de Instagram y se envían mensajes para ligar. El móvil es la nueva calle y la galería pública de fotos —las fotos ‘postu’—, la nueva razón de ser. «Fotos postu es algo que hace todo el mundo y entonces tú también lo haces. Es como para decir ‘Mira dónde estoy'», le explica una chica al reportero de ‘El País’.

Como bien decía Pablo Mediavilla en estas páginas, está muy cara la felicidad en los tiempos de Instagram. Ya no basta con demostrar que se está en un sitio bonito, ahora hay que enseñar dientes blancos, tatuaje y el nacimiento del escote. La ‘vedette’ del barrio se pasa la tarde en la piscina con el móvil en la mano: su hijo, talludito, le tuvo que hacer una foto para la que ella posó juguetona, con una pistola de agua en la mano y un libro de corazones en la otra. Parece que esté prohibido ir a un concierto sin compartir un vídeo tras otro. Un tipo se nos puso un día a bailar delante de la cámara de su amiga durante un minuto; después lo vio, le pareció que el ridículo justificaba un puñado de ‘likes’ y lo subió a Instagram. Hace unos días, viendo ‘Manhattan’ en el cine de verano, saltaron varios flashes en la escena del puente de Manhattan.

El capítulo ‘Caída en picado’, en la tercera temporada de Black Mirror, retrata un mundo en el que las redes sociales son la vida. Todos están empeñados en obtener la mayor puntuación posible, un cinco. Los que tienen la calificación más alta pueden vivir en casas mejores, tener trabajos mejor pagados y un trato preferente en el hospital o en el aeropuerto. Para acercarse al cinco deben agradar y se comportan de un modo insoportable. Cuando lo vi por primera vez me pareció irreal. No pienso lo mismo al volver a verlo dos años después.

Yo tuve 4,6… una vez. Solo vivía para ello —dice en una escena del capítulo una camionera que no consiguió que a su marido, enfermo de cáncer, le aplicaran un tratamiento experimental—. Tom era un 4,3. Le dieron su cama a un 4,4. Así que cuando murió, pensé, que le den. Empecé a decir lo que quería, cuando quería. Simplemente lo sacaba fuera. A la gente no siempre le gusta eso. Es increíble lo rápido que bajas en el escalafón cuando lo empiezas a hacer. Me di cuenta que a muchos de mis amigos no les preocupaba la sinceridad. Me trataron como si hubiese llevado una mierda a su desayuno. Pero, Dios, qué bien sentaba. Quitarse de encima a esos hijos de puta.

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