THE OBJECTIVE
Carlos Mayoral

Ladran, luego citamos

El pasado domingo me encontré con unas declaraciones de Pablo Casado, creo que en el fragor de una suerte de mitin, en las que en un momento dado soltó algo parecido a: «y entonces me acuerdo del ingenioso hidalgo cuando dijo aquello: ladran, luego cabalgamos». Cualquiera que haya escarbado mínimamente fuera del imaginario popular sabe que esa frase no aparece en ninguna de las dos partes del Quijote. Más difícil es saber de dónde sale, aunque la creencia general es que aparece por primera vez en unos versos de Goethe. Mi tesis es que probablemente se tratase de algún refrán que es de todos y no es de nadie, de esos que los bardos de uno y otro lado recogen en sus distintas composiciones por simple sabiduría folclórica. Tanto da.

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Ladran, luego citamos

El pasado domingo me encontré con unas declaraciones de Pablo Casado, creo que en el fragor de una suerte de mitin, en las que en un momento dado soltó algo parecido a: «y entonces me acuerdo del ingenioso hidalgo cuando dijo aquello: ladran, luego cabalgamos». Cualquiera que haya escarbado mínimamente fuera del imaginario popular sabe que esa frase no aparece en ninguna de las dos partes del Quijote. Más difícil es saber de dónde sale, aunque la creencia general es que aparece por primera vez en unos versos de Goethe. Mi tesis es que probablemente se tratase de algún refrán que es de todos y no es de nadie, de esos que los bardos de uno y otro lado recogen en sus distintas composiciones por simple sabiduría folclórica. Tanto da.

Suelo descreer de la gente que cita sin contar con el bagaje de lo que la obra citada aporta. Es evidente que la historia está plagada de imprecisiones, y que rulan por ahí centenares de apócrifos en boca de Quevedo, de Holdërlin o de Proust sin que el aforismo de turno haya salido de sus meninges. Así, no fueron ni Conan Doyle ni su Holmes quienes dijeron aquello de: elemental, querido no sé qué; como no fue Voltaire el que aseguró que defendería hasta la muerte los argumentos con los que no estaba de acuerdo. Qué decir de los que aluden a versos que no llegarían a delirio de paso de cebra y nos los hacen pasar por Santa Teresa de Jesús o por Rosalía de Castro. Y me temo esta moda sale de lo informal para llegar a los ambiente más académicos. No ha muchos meses me encontré a un filólogo que citaba una de esas frases de Julio César que huelen a moda noventera ni más ni menos que en una tesis doctoral. «La ambición tiene que esperar a que se afile la espada», o algo parecido. Nos meten La guerra de las Galias en la asignatura de Latín por las orejas para luego acabar así.

Suelo descreer de la gente que ocupa lugares comunes con frases manidas que ya no aportan originalidad a la cita. Las crónicas son todas de una muerte anunciada sin saber, dicho sea de paso, quién es Santiago Nasar; la vida sigue siendo un sueño y, los sueños, sueños son a pesar de que más es conocido Calderón por presidente y estadio que por dramaturgo; Horacio y la Maga siguen andando si buscarse sabiendo que andan para encontrarse aunque París haya dejado de ser una fiesta; y lo esencial es siempre invisible a los ojos aunque Saint-Exupéry suene a último torneo ATP de la temporada. Mi consejo es casi una perogrullada, pero en fin: no se citen estas obras si no se han leído. Porque suelo descreer, en resumen, de la gente que no es capaz de moldear sus ideas en torno a las lecturas, pero que sin embargo recurre a la superficialidad de las mismas para hacerse pasar por intelectualoide del tres al cuarto.

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