THE OBJECTIVE
Daniel Capó

Las brasas del Edén

Cuando cada año llegan los Reyes por estas fechas, suelo recordar unas palabras de Chesterton: «En los cuentos de hadas, el universo se vuelve loco, pero el héroe no».

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Las brasas del Edén

Reuters

Poco antes de Navidad, Gregorio Luri explicaba en una entrevista concedida a un medio catalán que «los niños preguntan porque tienen miedo. No necesitan respuestas científicas, sino consoladoras». En medio de la inquietud del mundo –un lugar terrible y hermoso a la vez–, el anhelo de seguridad recorre los primeros años de la infancia, como una arcilla frágil y asustadiza que se va cociendo con la experiencia. El fundamento mismo del “apego seguro”, una de las teorías de inspiración psicoanalítica más probadas, encuentra su sentido en esta necesidad de consuelo que sustenta la vida. Si uno bucea en las capas más profundas de la memoria, sólo hallará pequeños fósiles desperdigados, restos inermes de la belleza –la rama iluminada de un naranjo en flor–, de la ternura tranquilizadora de los padres o del miedo que causa lo desconocido. El miedo, que es la angustia ante la oscuridad de la noche. El miedo, que es también el heraldo de la muerte que acecha como una amenaza sin que el niño sepa todavía qué es la muerte. En efecto, se diría que el niño no precisa tanto la verdad como sentirse seguro. La esperanza nace de ese suelo natal, que es sólido y abriga. La humanidad también.

Cuando cada año llegan los Reyes por estas fechas, suelo recordar unas palabras de Chesterton: «En los cuentos de hadas, el universo se vuelve loco, pero el héroe no». En cierto modo, eso es lo que debería suceder en la infancia. El mundo puede ser agresivo e incomprensible, pero los padres siguen diciéndote: «Tranquilo, no te pasará nada. Pronto todo volverá a su sitio». Y ese lugar, hecho de consuelo y de esperanza, no conoce la mentira, porque tampoco la verdad es la verdad objetiva de las ideas, sino otra cosa muy distinta que llamamos responsabilidad. Por las calles de España, unos Reyes Magos traen consigo la ilusión en medio de un país desmantelado políticamente, con fracturas sociales e ideológicas evidentes. Se diría que el universo ha enloquecido, pero los Reyes no. Sólo ellos, reliquias de una religión que edificó Europa, apelan a la universalidad de la esperanza. Ellos y los niños. Ellos y los padres que confortan a los niños, sin reparar en el uso frívolo y partidario que se hace de esa tradición en nombre de la política. Son dos concepciones del mundo enfrentadas: en una, el imperio desnudo de la verdad desarma el poder de la magia. En la otra, el consuelo de una verdad íntima que palpita en el corazón de los niños crepita como las brasas de un Edén perdido.

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