THE OBJECTIVE
Paula Fernández de Bobadilla

Las distracciones de San Mateo

«Me encanta ver cómo van cambiando la luz y el color del cielo, y oír llegar a las grajillas»

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Las distracciones de San Mateo

Christiana Rivers | Unsplash

Hay un bar para desayunar en Jerez que se llama San Mateo y está —nunca se lo habrían imaginado, lo sé— junto a la iglesia de San Mateo. A las seis de la mañana sin falta está Marco Antonio colocando las mesas fuera mientras charla animadamente con los sospechosos habituales como si fueran las dos de la tarde. Alguna vez voy muy temprano y cuando empiezo a ponerme negra con el volumen del personal me digo: «Paula, bien que te gustaría el jaleíllo si estuvieras recién llegada de Auchencairn, que es un pueblecito escocés precioso, pero te recuerdo que la del Post Office tardó tres meses en sonreírte. Y cuando por fin lo hizo justo era tu último día allí, que no vamos a decir que lo hiciera por eso —aunque tampoco vamos a decir lo contrario—». Me pregunto dónde está el país del término medio, ese en el que la gente es alegre y acogedora a horas decentes, y silenciosa y amable cuando a mí me conviene. Probablemente no existe, y a estas alturas tengo claro que prefiero alegría a discreción, así que me relajo y aprovecho para meter la oreja en cualquier conversación. De perdidos al río.

Me gusta sentarme en las mesas de fuera, frente a los naranjos y el muro blanco de la iglesia, y desayunar un mollete con jamón y un avellanao, que es el término medio entre un café con leche y un manchado. El jamón está muy bueno y el café también, y no creo que eso se pueda decir de cualquier parte. Luego que si soy seguía y que si siempre voy a los mismos sitios pero, francamente, cada vez que intento cambiar alguien se encarga de recordarme por qué me gusta tanto repetir. ¿Cómo es posible que exista el café con leche malo? Pues existe, existe y abunda, además. Es un misterio que no consigo desentrañar por mucho que lo intento, porque estoy segura de que para poner un café malo hay que empeñarse, tiene que ser más complicado que poner uno bueno. No tengo ninguna razón de peso para sostener esto, y no me importaría nada que alguien me sacase de mi error. Aunque en realidad lo que más me gustaría es que me pusiesen un café bueno en cualquier parte, para qué nos vamos a engañar.

A veces escribo o leo allí, con el fresco de la mañana, y levanto la cabeza de cuando en cuando. Me encanta ver cómo van cambiando la luz y el color del cielo, y oír llegar a las grajillas, que son igual de animosas que Marco Antonio. Las encuentro una distracción muy bienvenida, la verdad, y me quedo un rato mirando cómo se posan en el campanario o en la veleta. May Sarton dice en Anhelo de raíces (Gallo Nero, 2020) algo así como que la vida se cruza en el camino del arte, y que quizá es bueno que así sea. Yo estoy de acuerdo con ella. Lo malo es cuando lo que se interpone, más que la vida, es una notificación del teléfono. En otra parte del libro cuenta que no va al buzón hasta las 11 de la mañana porque no quiere distraerse con el correo desde primera hora, pero que una vez tiene las cartas en la mano ya no puede contenerse y no tiene más remedio que leérselo todo. Qué habría sido de May con la cantidad de canales que tenemos abiertos al bombardeo de distracciones hoy. Seguramente, aparte de irse a vivir sola a una casita de Nueva Inglaterra, habría tenido que asegurarse de que no tuviese cobertura. Pero ni las grajillas son Twitter ni las conversaciones del bar, WhatsApp, así que me dejo distraer por la vida con mucha tranquilidad de conciencia durante un rato.

Como todo lo bueno se acaba, me levanto y me despido de Marco Antonio, que me dice adiós muy sonriente, y de su mujer, Ana Mari, que con su gorra y su pelo recogido anda a estas horas sirviendo mesas de aquí para allá, mano a mano con la Yoli, las dos bien ajetreadas y bien simpáticas. Allí los dejo trabajando sin descanso y de buen humor, con el bar lleno de gente y las grajillas todavía de charla en lo alto de la iglesia, mientras camino de vuelta a casa sin prisa, probando a meterme por una calle y luego por otra, a golpe de volunto, fijándome en una puerta de madera gastada, en la losa de Tarifa de aquel callejón, en la veleta del bar que hay al lado del cine de verano. Asomándome con cuidado pero más curiosa que una liebre si me encuentro algún portal abierto para ver el suelo del patio, las plantas de las macetas, el gato que se solea ya desde tempranito.

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