THE OBJECTIVE
Manuel Arias Maldonado

Las dos inglesas y el referéndum

«Lo que me interesa subrayar aquí, valiéndome de mi encuentro con las turistas inglesas, es la facilidad con la que sucumbimos a la ilusión»

Opinión
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Las dos inglesas y el referéndum

Reuters

Mi contacto más directo con el Brexit[contexto id=»381725″] tuvo lugar de manera inesperada. Había hablado ya del asunto con colegas extranjeros; recuerdo que un profesor irlandés me aseguraba en la primavera de 2016 que la salida de la UE estaba «totalmente descartada». ¡No servimos para nada! Pero fue un año más tarde, celebrado ya el referéndum, cuando conocí a dos turistas inglesas que paseaban por el centro de Málaga y me preguntaron no recuerdo qué dirección. Terminamos hablando del asunto: no eran londinenses y me aseguraron enfáticamente que su voto contra la UE nada tenía que ver con la inmigración. Por el contrario, creían en la nueva prosperidad de esa Global Britain llamada a comerciar sin restricciones con el mundo entero. Aduje que una ley no escrita de la economía establece que, por razones elementales, los intercambios comerciales son más intensos con los países que quedan más cerca; igual que ellas hacían turismo en España y no en Australia. «Opinamos diferente», replicaron. Yo les respondí que no me parecía una cuestión opinable, sino una tozuda consecuencia de la geografía; pero no las convencí de nada. Wishful thinking: la materia con la que se forjan los sueños.

Mucho se está escribiendo estos días sobre un Brexit ya consumado jurídicamente. No cabe duda de que estamos ante un acontecimiento polisémico: resonante triunfo del populismo; severo episodio de desglobalización; derrota autoinfligida de una democracia representativa que convoca un referéndum y ni siquiera exige una mayoría cualificada capaz de legitimar el resultado. También hay quienes aplauden la decisión del tercio victorioso del electorado británico: una vieja soberanía no quiere disolverse y nos recuerda el valor burkeano de la comunidad nacional como depósito de la cohesión cultural. No es que esta última resplandezca con especial fuerza en las islas, pero dejémoslo ahí.

Lo que me interesa subrayar aquí, valiéndome de mi encuentro con las turistas inglesas, es la facilidad con la que sucumbimos a la ilusión de que los problemas sociales pueden resolverse por elevación y no descendiendo al terreno cenagoso del detalle. O sea: encontrando un chivo expiatorio sobre el que dirigir el malestar colectivo o creando el malestar por el camino. En el caso de Gran Bretaña, o más bien Inglaterra e incluso una parte de Inglaterra, se trata de la Unión Europea. Pero es que para una parte de la izquierda española el problema está en la Constitución de 1978 o en la mismísima monarquía, mientras que para el separatismo catalán toda la culpa es de España y en Argentina hablan del capitalismo o el FMI. ¡Siempre se encuentra algo! Y nombrando al enemigo se genera la ilusión -en la doble acepción de la palabra- de que las cosas cambiarán radicalmente cuando se acabe con él.

Nos evitamos así la penosa tarea de hacer política y de hacer políticas. Porque va de suyo que hay problemas que afrontar en Gran Bretaña, igual que en España o Cataluña o Argentina. Pero las soluciones a esos problemas no tienen casi nunca rango constitucional y creer lo contrario denota una actitud más bien adolescente: propensa a las grandes frases en descuido de la letra pequeña. Así somos; es dudoso que aprendamos lección alguna. Ojalá consigamos al menos minimizar los daños que puedan derivarse de la ruptura y nos despidamos tan amigablemente como nos despedimos las dos inglesas y yo aquella noche de primavera.

 

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