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Lea Vélez

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«Las librerías han sufrido de forma brutal el encierro y agosto, mes tradicionalmente bueno para la lectura, ha sido malo»

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Kinga Cichewicz | Unsplash

Mientras estaba en España no era consciente de hasta qué punto me afectaba todo aquello que entraba por mi ventana. No hablo ahora de ventanas estrictamente reales, sino de estas más metafóricas, como las redes, la prensa, las opiniones ajenas. La inercia, el encierro y la necesidad de comunicación nos han abierto una ventana que, creíamos, daba al mundo y que solo nos comunica con nuestro propio desconcierto. Las redes sociales son un lugar importante en nuestras vidas, una fuente de palmadas y endorfinas, de noticias también, pero es necesario darse cuenta de la endogamia mental que producen y de lo poco que corre el aire por ellas. Sorprende un poco una ventana que hay que cerrar de cuando en cuando para que nos entre el oxígeno en casa y en la mente, pero más sorprendería a todos ver desde mi fascinadora ventana real al mar a los cientos de personas que caminan junto a las olas de un día radiante sin dirigir la mirada a los demás, sin relacionarse con un gesto, un buenos días, una sonrisa, porque llevan la mirada pegada a la pantalla de su móvil, o van hablando por teléfono, o llevan los cascos puestos o todo a la vez. Por esta ventana mía de las maravillas, que da a una gran explanada verde junto a la playa, veo ciclistas que son capaces de pedalear mientras escriben mensajes de texto en su móvil y sorprendentemente, no sufrir daño físico al pasar cruces de carreteras sin mirar. Veo mujeres paseando a sus preciosos perros saltarines que no quitan la mirada a su móvil y se enfadan con los pobres animales si quieren detenerse a retozar en la hierba. Veo también deportistas, que se graban para poner sus ejercicios en sus redes, se fotografían y se esfuerzan con la motivación de la mirada ajena a distancia, la mirada de alguien que no sabe nada de ellos. Todos estamos en otra parte y la vida no sabemos dónde está exactamente, porque la buscamos con todo el afán y toda la energía en esa ventana digital y claro, la verdad es que ahí no está. No está.

Lo que aparece en cambio es el monotema, es frustración con los políticos, más odio a los que odiamos y más pasión por los que amamos, crispación y división de opiniones en dos bandos, como si las redes fueran el gran partido de fútbol de la búsqueda de la vida y la vida fuera una pelea de afectos hacia los desconocidos. Nos cocemos en nuestro propio jugo desoxigenante de la discusión sobre si vamos a morir o no este mes, cuando, a ver, las cosas como son, estamos más muertos que vivos si toda nuestra vida o nuestra felicidad vital está en una pantalla de móvil, en otra opinión lejana, en algo que es tan fácil de borrar como dar a un botón. Ahora ya se puede parar el mundo, como pedía Mafalda, con apagar el teléfono y sentarse en un banco mirando al mar, o a cualquier belleza física y palpable que tengamos cerca.

Ayer hablaba con Palmira Márquez, mi agente. Comentábamos con nuestro buen humor de siempre este asunto que a todos nos ocupa —y que nos viene ocupando desde hace muchos años y no solo ahora, con la pandemia— y es lo mal que está el mundo editorial, lo fatal que va el negocio, lo poco que se vende. Las editoriales, incluso, se están echando atrás en la publicación de libros ya firmados en contrato. Las librerías han sufrido de forma brutal este encierro y agosto, mes tradicionalmente bueno para la lectura, ha sido malo. Cuando hablamos de estos temas, siempre vemos el vaso medio lleno y comentamos que quizá esto es como el incendio en el bosque. Arrasa con árboles maravillosos, pero crea nueva vida y también elimina aquello que está muerto y estorba. Hemos tenido milenios de libro y no va a acabarse el libro ahora, que virus y pandemias ha habido de sobra en la historia de la humanidad, pero el libro tiene un virus también, el de la pantalla para todo y hay que ayudarlo un poco a recuperarse.

El libro necesita ser reivindicado como ventana oxigenante, no solo desde su ámbito obvio, el cultural. Ha de ser mencionado desde otros lugares, como el ámbito médico y de bienestar mental, el físico y el metafísico. Creo que es importante empezar a recetarlo, a recetar lectura como forma de ejercicio rejuvenecedor y purga a la toxicidad actual. Es hora de que al «salga usted a pasear todos los días, que es bueno para la circulación y el azúcar» se añada el paseo quieto del alma por la lectura, respirador de oxígeno a la salud emocional. Receten y receten libros, que son ventanas a voluntad, vean las librerías como centros de salud y de aire renovador. El libro, una hora al día, para alejarnos de la pantalla y no al revés, que la pantalla coexista sin abarcarlo todo, desde el paseo del perro, hasta la visita al dentista y nos aleje más y más de todo lo humano, incluida la verdadera lectura, que es como leer corazón.

El libro es el placer que necesitamos y también, contra lo que decía Borges, puede recetarse en modo imperativo, si lo sabré yo. Hágame caso.

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