THE OBJECTIVE
Gonzalo Gragera

Libelo a un referéndum

Si el deber es lo que libra a las democracias, nada como pensar en la indudable justicia de su resultado para condenarlas. Los resultados en democracia no son justos ni injustos, son, a lo sumo, verdaderos. Hasta ahí. Creer y apostar por lo contrario será un error de consecuencias desastrosas. La ausencia casi total del deber de la responsabilidad y la veneración absoluta en la justicia del resultado es lo que sucede en el referéndum. El referéndum es arma de doble filo, un práctico recuento de sensibilidades, sí; pero un incuestionable filtro de legitimidad y de voluntad popular para el demócrata que arregla la vida con dosis de ingenuidad y de infantilismo, como si los problemas de Estado fuesen cuestión de dos tardes y de cuatro criterios mal asimilados, de un par de ideas vagas acerca de lo que creemos necesario. El referéndum merece su sitio en asuntos en los que somos capaces de averiguar, o al menos intuir, la dimensión de su envergadura, los efectos de nuestras acciones. Me temo, a la vista del Brexit, que hay decisiones que sientan mejor en las mesas de la democracia representativa, mesas que, guste o no, administrarán con otro atino este tipo de debates, casi siempre más idóneo. Y por una cuestión muy simple: porque disponen de preparación y de información.

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Libelo a un referéndum

Si el deber es lo que libra a las democracias, nada como pensar en la indudable justicia de su resultado para condenarlas. Los resultados en democracia no son justos ni injustos, son, a lo sumo, verdaderos. Hasta ahí. Creer y apostar por lo contrario será un error de consecuencias desastrosas. La ausencia casi total del deber de la responsabilidad y la veneración absoluta en la justicia del resultado es lo que sucede en el referéndum. El referéndum es arma de doble filo, un práctico recuento de sensibilidades, sí; pero un incuestionable filtro de legitimidad y de voluntad popular para el demócrata que arregla la vida con dosis de ingenuidad y de infantilismo, como si los problemas de Estado fuesen cuestión de dos tardes y de cuatro criterios mal asimilados, de un par de ideas vagas acerca de lo que creemos necesario. El referéndum merece su sitio en asuntos en los que somos capaces de averiguar, o al menos intuir, la dimensión de su envergadura, los efectos de nuestras acciones. Me temo, a la vista del Brexit, que hay decisiones que sientan mejor en las mesas de la democracia representativa, mesas que, guste o no, administrarán con otro atino este tipo de debates, casi siempre más idóneo. Y por una cuestión muy simple: porque disponen de preparación y de información.

En Reino Unido, los detractores del Brexit, el famoso 48%, han montado un periódico para difundir las ideas europeístas, a pesar de que la sociedad británica sea una fractura sin remedio. Lo grave es que cuando se habla de sociedad no se habla solo de los británicos, sino de Europa. La ruptura entre conciudadanos es el último coletazo de los referéndums, dada su propia naturaleza para dirimir propuestas que, ya de antemano, no generan una clara mayoría. Mucho menos una estabilidad una vez cerradas las urnas. En el referéndum queda ese aire de insatisfacción, con un leve eco de rencor, en los perdedores y, por otra parte, ese egoísmo vanidoso del mal ganador. Y que esto lo veamos en la cuna de la democracia parlamentaria moderna. Eso sí que es para botarlo. Con B de Brexit, of course.

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