THE OBJECTIVE
Lea Vélez

Libros en cajas

Adoro las cajas de madera. De todos los tamaños: grandes, más grandes, pequeñas. A mi padre le pasaba lo mismo, de siempre. Compraba cosas, corbatas o calcetines, solo por la caja.

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Libros en cajas

Adoro las cajas de madera. De todos los tamaños: grandes, más grandes, pequeñas. A mi padre le pasaba lo mismo, de siempre. Compraba cosas, corbatas o calcetines, solo por la caja.

El otro día, mirando las estanterías comprendí que los libros no son diferentes de una caja, con su tapa, con sus tesoros dentro. La diferencia es que a mí y a mi hijo mayor, otro adicto a las cajas de madera, nos gustan vacías porque lo que adoramos es llenarlas de objetos diversos. Sí, el otro día, al fin, entendí mi pasión por las cajas. Comprendí que llenar una caja es igual que escribir. Mi hijo mayor tiene diez años y desde pequeño pide que le compre cajas de madera y maletines y en ellos guarda cosas como móviles estropeados, esposas, cuentas de collares rotos, carnets y pasaportes caducados. El otro día miraba cómo el niño llenaba una de sus cajas, escogiendo objetos muy concretos de un cajón de sastre en el que todo está revuelto, para colocarlos de forma cartesiana en su caja de madera. Pensé: bueno, pero si esto es lo que hago yo cuando escribo un libro. Saco de mis notas lo mejor, los fragmentos, y luego lo ordeno en un espacio con forma de caja. Nunca había pensado así en un texto. Una novela es como el agua, que toma la forma del recipiente. Los libros son pensamientos con forma de caja y un día llegó una caja enorme de Amazon, el niño se metió dentro y escribió su autobiografía.

Cuando era pequeña registraba en los cajones de mi madre, en los que guardaba sus joyas. No tenía muchas, pero algunas eran maravillosas. De cuando en cuando, abría aquellos cajones y ella me explicaba que ese broche había sido de mi abuela, que este era el anillo de pedida y que el diamante había salido de unos pendientes de tal bisabuela. Me encantaban aquellas historias brillantes, simples, familiares, que me llenaban literariamente. Los cajones son antologías y hay libros que son así. Este año he leído algunos de ellos.

Como yo tengo mucha conciencia de futuro antepasado, voy a meter esos libros en una caja para volver un día, dentro de mucho tiempo, y recordar este año. Para recordar libros que ni siquiera son todos de este año, ni me importa que no lo sean. Una de esas lecturas es Las niñas prodigio, de Sabina Urraca, que tiene un talento extraordinario. No hay española literaria que escriba como ella, que piense como ella, con tal humor y maldad, inseparables, ironía, detalles inesperados y un punto de estar al borde del abismo. Su libro produce una mezcla de temores y placeres. Dual. Es un libro-caja-de-joyas, como si fuera todo de mucha risa, de qué bien lo estamos pasando, miradnos, corremos desnudos, pasándolo en grande, pero en realidad es un sueño, no, es un cuadro pintado por El Bosco, reímos y corremos desnudos mientras nos comemos un pez crudo y nos sale una flor de loto por el culo. Brilla, Sabina, brilla. Leí también este año un libro de Elvira Lindo que no es de este año y que me tuvo con los ojos borrosos todo el tiempo, Lo que me queda por vivir. Lo llevaba en el coche y lo abría en la media hora en la que ando aparcada en una acera horrorosa, esperando a mis hijos a la salida del colegio. El libro me hacía desaparecer. Me atrapó en una especie de tela emocional que me transportaba al limbo del cariño y al interior de otra persona distinta, que me gustó, y ahí me quedé, enternecida en esa caja de pensamientos, metida en una especie de lágrima y nostalgia de un yo que nunca fue pero que es como esa madre, extraña a los demás, amiga, desolación. Qué pequeña me siento con estas cajas tan grandes entre las manos. El talento de Sergio del Molino lo conoce todo el mundo, pero es que además es emocionante, porque usa la verdad como la mayor de las ficciones, que es como yo querría poder usar la verdad. Y es que la verdad se esconde, se escurre y de tanto disfraz como lleva, parece que no exista. Existe. Mostrarla es un asombro literario porque solo los que llevan ciertas gafas pueden extraer verdad de la vida y guardarla en una caja llamada La mirada de los peces. Yolanda Guerrero me dejó con la boca abierta con El huracán y la mariposa. Una prosa poética, del hombre común y corriente que ya viene de vuelta de todas las palabras y te lanza metáforas nada manidas, como si le sobraran y se le cayeran en guirnaldas para adornar una fiesta, qué tía. No parecen surgidas del esfuerzo, que es lo que más cuesta. Álvaro Colomer me sorprendió contándome una de guerra en Aunque caminen por el valle de la muerte con un punto de vista entre irónico y pacifista, cipotudo, cariñoso y muy serio. Sí, es una prosa cariñosa hacia sus personajes, que es algo que a veces no hay quien encuentre, porque uno le atribuye al cariño falta de rigor o de seriedad o de lo que sea y el cariño es el ingrediente fundamental de un libro, la argamasa del cuento (más si es de guerra). En mi caja entra lo que roza la piel. Me lo guardo. Leí La Vegetariana, que ya meto a presión en mi paquete de tesoros. Me gustó por lo diferente que es a todo, como todo lo que me gusta. Es como leer el sueño de otro y que te interese. La editorial :Rata te sacude las telarañas de rincones olvidados, con cosas como los diarios de Sanmao, también, o El duelo es esa cosa con alas. He leído más, pero lo he leído peor y no son libros para esta caja de retales. Son para una buena estantería. Ha sido un gran año.

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