THE OBJECTIVE
Carmen Guitian

Llorar o morir

Aquella niña tenía que llorar, tenía que darnos pena para que les diéramos unas rupias. Esos niños que reían a carcajadas mientras les bañábamos bajo la lluvia llenando toda la calle de jabón, eran invisibles para su país.

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Aquella niña tenía que llorar, tenía que darnos pena para que les diéramos unas rupias. Esos niños que reían a carcajadas mientras les bañábamos bajo la lluvia llenando toda la calle de jabón, eran invisibles para su país.

El verano pasado me fui un mes a Calcuta. Durante los preparativos del viaje, todo el mundo me aconsejaba que una de las cosas que tenía que hacer nada más llegar al país era ir a la embajada española a registrarme, por si acaso. Si me pasaba algo, por lo menos tendrían constancia de que estaba en la India.

Yo me iba para estar allí un mes y tuve que pedir una visa, ponerme cinco tipos de vacunas, registrarme en la embajada al llegar… Pero cuando viajas allí ves que los mismos indios ni siquiera están registrados en su propio país. O sea, yo me iba un mes y tenía que dejar constancia de mi paso por allí, pero ellos ni siquiera dejan constancia de su existencia. Totalmente invisibles, transparentes.

Recuerdo a una muñeca que conocí. Era una niña que te la comías a besos solo con tenerla cerca. Cariño. Sus ojos solo pedían eso, cariño. Iba con un grupo de niños. Allí en la India, como supongo pasará en muchos otros países tercermundistas, los niños van solos por la calle. Sucios, muy sucios. Pidiendo algo para comer. La bebé llegó a la puerta de mi hostal, como si de un saco de patatas se tratara, encima de otro niño. El líder del grupo. Pedían dinero. Nunca se lo dimos. Dar dinero en estos países es un error. Les dábamos comida, ropa, les bañábamos… Dinero, nunca.

Al líder no le hacía gracia la situación. Llegó un momento en el que vio que no iba a sacar provecho de nosotros, así que se enfadó, cogió a la niña y se la llevó seguido de su séquito de pequeños salvajes (todos para comérselos). En la esquina se paró y le partió la cara a la niña. Fuimos corriendo, como locos, al ver tal espectáculo, se la intentamos quitar. Ahí nos dimos cuenta de qué iba todo eso. Eran niños miembros de una mafia. Niños invisibles, no inscritos en un registro, que tenían unos jefes a los que dar explicaciones, a los que tenían que llevar dinero para no acabar con la cara quemada por el ácido.

Aquella niña tenía que llorar, tenía que darnos pena para que les diéramos unas rupias. Esos niños que reían a carcajadas mientras les bañábamos bajo la lluvia llenando toda la calle de jabón, eran invisibles para su país.

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