THE OBJECTIVE
Aurora Nacarino-Brabo

Lo insignificante

Todo lo que es exagerado es insignificante. Lo dijo Talleyrand, que fue político y sacerdote: algo así como Pablo Iglesias. Esta máxima aplica para casi todo en esta vida, y el líder de Podemos debería tomar nota. Lo que comenzó como una moción de censura contra Rajoy terminó por convertirse en una moción de censura contra Iglesias, que no recibía tantas calabazas desde bachillerato, o BUP, o lo que sea que se estudiara antes de los millennials.

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Lo insignificante

Todo lo que es exagerado es insignificante. Lo dijo Talleyrand, que fue político y sacerdote: algo así como Pablo Iglesias. Esta máxima se aplica a casi todo en esta vida, y el líder de Podemos debería tomar nota. Lo que comenzó como una moción de censura contra Rajoy terminó por convertirse en una moción de censura contra Iglesias, que no recibía tantas calabazas desde bachillerato, o BUP, o lo que sea que se estudiara antes de los millennials.

A Podemos no se le da bien el trabajo parlamentario, así que pensó que una moción de censura era la estrategia perfecta para recuperar el centro mediático y retornar al clima electoral de polarización en el que mejor se desenvuelve. El momento era propicio, pues pillaría al PSOE a contrapié, inmerso en un proceso de renovación doloroso como un parto.

Parecía la jugada perfecta para acometer el penúltimo asalto a Ferraz, que es de lo que va todo lo que hace Podemos. Pero Iglesias se precipitó, dejando a los socialistas una salida franca: así no se hacen las cosas y votaremos abstención. Podemos se dio de bruces contra Ábalos, un secundario apaciguado y con el traje bien planchado, que evocaba un socialismo institucional y con tablas, y frente al que Iglesias lucía como un amateur exaltado.

Con todo, el principal beneficiario de este deceso simulado es Mariano Rajoy. El presidente no quiso delegar y subió a la tribuna a interpretar el papel en el que más brilla. Frente a las embestidas hiperbólicas de Iglesias, Rajoy parece un señor normal, que es una ambición secreta y húmeda que le queda muy lejos de la mano: Luis, sé fuerte.  El censurable iba tan sobrado que no dudó en proporcionar al censor la razón de sus fracasos: “El exceso es el veneno de la razón”, dijo con Quevedo, concediendo, de paso, que el discurso de Iglesias erraba en las formas pero no el en fondo.

Después, Iglesias trató con displicencia de semiculto a todo el fue pasando por el atril. Se prodigó en pedanterías, que es una afección muy disculpable en la adolescencia pero crecientemente ridícula e irritante conforme uno se aproxima a los 40, y no se ahorró el mal gusto de andar corrigiendo a los oradores. Sus señorías, que son más educadas, no le habían hecho notar que llevaba toda la moción llamando Dustis al ministro Alfonso Dastis.

Cerró el debate Rafa Hernando, que por alguna razón subió a la tribuna sin una copa de Soberano y sin palillo entre los dientes. Entonces Iglesias se puso tierno y digno porque suyo es el monopolio legítimo de la testosterona y la chulería. Hernando mintió con la generosidad que acostumbra, con los pulgares asidos al cinturón, y se volvió a su escaño con la cabeza alta, dejando a su paso un reguero de huesos de aceituna y cabezas de gamba.

Se apoderó del Congreso una sensación de acabamiento y una galbana como de viernes. Por los pasillos, silencio, y solo algún rumor: Montero fue mejor.

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