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Argemino Barro

Los 40 años más peligrosos de la historia

«La guerra tiende a hacer que las sociedades, a la larga, sean cada vez más pacíficas y seguras»

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Los 40 años más peligrosos de la historia

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En lo más crudo de la pandemia, decidí matricularme en uno de los cursos gratuitos online de la Universidad de Princeton. Se titulaba «Paradojas de la guerra» y lo impartía el eminente profesor Miguel Centeno. El curso exploraba, como indica el título, las numerosas contradicciones que anidan en un fenómeno tan complejo y universal como es la guerra.

Existe una propensión a centrarse solo en la parte odiosa y destructiva de las guerras, y es comprensible: por muy positivos que puedan ser algunos de sus efectos en el medio plazo, como la incorporación de la mujer al trabajo, la consolidación del estado bienestar o los múltiples avances sanitarios y tecnológicos, por ceñirnos al siglo XX, estos no pueden justificar el fundamental e irreparable precio que conllevan.

Pero la realidad es como es, y hay que contarla entera: con sus claroscuros. Porque es en la guerra donde, paradójicamente, algunas sociedades tienden a dar lo mejor de sí mismas, a vivir su finest hour. El grado sumo de cohesión, dinamismo y solidaridad interna.

En la guerra no hay nada inútil o superfluo. Todo cuenta. La moral del trabajador de la planta textil que se queda en la retaguardia, haciendo turnos dobles y refugiándose en el sótano al clamor de las alarmas de bombardeo, es casi tan importante como la valentía del soldado en el campo de batalla. Una guerra se puede perder por una mala cosecha, o por el carácter de un general, o por el grosor de los uniformes de los soldados, o por el hartazgo de los obreros que fabrican las armas, cansados de hacer cola con sus cartillas de racionamiento.

Por eso, una historia militar bien documentada y escrita puede resultar incierta y sucia, pero extrañamente sinfónica. Los elementos más diversos entran en juego como en una gran pista de circo; una coreografía dramática en el que el desliz de un acróbata, o la rebelión de un tigre, lo puede costar todo.

Pero la gran paradoja es la siguiente: la guerra tiende a hacer que las sociedades, a la larga, sean cada vez más pacíficas y seguras.

Este es el argumento de uno de los libros recomendados por el profesor Centeno, Guerra, ¿para qué sirve? (Ático Historia), del académico británico Ian Morris. A través de la historia, dice Morris, la guerra ha permitido sumar población y territorio a los países victoriosos, lo cual les ha obligado a expandir y profundizar su aparato estatal. Al hacerse más complejos y sofisticados, al desarrollar más servicios y leyes y herramientas de protección, estos estados han ido reduciendo la violencia hasta niveles bajísimos.

Ian Morris no defiende la guerra, cuyos horrores desfilan por las páginas del libro, sino que subraya sus tendencias en el más amplio de los marcos temporales. Y al final nos deja una interesante hipótesis. Según él y otros polemólogos, el fenómeno de la guerra como tal está en vías de extinción. Acabará llegando a su fin.

Tal y como han observado otros autores, como Jared Diamond, Norbert Elias y, sobre todo, Steven Pinker, es probable que la violencia en el mundo continúe descendiendo. Lo indican los números. De los aproximadamente 10.000 millones de personas que vivieron en el mortífero siglo XX, fallecieron de muerte violenta en guerras, trifulcas u homicidios entre 100 y 200 millones. Un 1% o 2% del total. Sin embargo, apunta Morris, «en las sociedades a pequeña escala que los antropólogos y arqueólogos han podido estudiar, la proporción de gente que murió de forma violenta parece estar en la media de entre el 10% y el 20%. Diez veces más».

El mito del «buen salvaje» estaría más que amortizado. Con escasas excepciones, los hombres prehistóricos no vivían en perfecta armonía unos con otros, sino que recurrían con frecuencia al combate y a los más espantosos actos de crueldad. El índice de muertes violentas entre los Waorani, una tribu amazónica de Ecuador, era superior al 50%; similar a la de algunas tribus nativo-americanas. Entre los incas, que tenían un estado, era de un 5%. En la Francia del siglo XIX, de un 3%.

Hoy, según datos la OMS y la UNDOC (Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito), los índices de muertes intencionales (homicidios y suicidios) están a una distancia sideral de aquellos números. En uno de los países más peligrosos del mundo, Honduras, ese índice no llega al 0,1%. En España, como en cualquier otro país industrializado y pacífico, la cifra es mínima: 0,0084%.

Si nos centramos exclusivamente en las guerras, la tendencia es parecida: no solo ha bajado el número de guerras activas, sino que estas ya no suelen ser interestatales. Las guerras entre países han sido reemplazadas por intricados conflictos civiles como los de Siria, Libia o Iraq, muchas veces entre grupos desorganizados y mal pertrechados. Si bien no hay nada que celebrar al respecto, lo cierto es que el ratio de muerte en este tipo de conflictos, caóticos y multifacéticos, normalmente con solo un Gobierno, o incluso ninguno, en liza, es menor a cuando se enfrentan a cara descubierta dos o más estados, con toda su capacidad burocrática para la barbarie.

Morris nos habla de las dinámicas bélicas, pero quien ha dedicado más tiempo a explicar este proceso es Pinker, en su libro Los ángeles que llevamos dentro (Ediciones Paidós). El profesor de Harvard identifica una «revolución humanitaria» en la Europa de los siglos XVII y XVII. Una toma de conciencia, prendida por la Ilustración, que fue aboliendo lacras milenarias como la esclavitud, la mutilación, la tortura o los duelos. Y luego, recientemente, una «revolución de los derechos», en la que nos llegamos a preocupar incluso por el bienestar de los animales. Todo ello, consecuencia de la expansión del comercio, la prosperidad, la alfabetización y las más variadas manifestaciones de la civilización, la razón y la cultura. Elementos que han elevado los incentivos de la cooperación y reducido los del enfrentamiento.

Pero Morris, en base a las reflexiones de analistas militares y «tecnologistas», esa casta filosófica de Silicon Valley que trata de predecir el futuro, resalta otra tendencia incluso más profunda: la idea de que los humanos estaríamos sumidos en un proceso de fusión. Nos estaríamos fusionando con las máquinas y, a través de ellas, entre nosotros. Iríamos caminando de la mano hacia una especie de conciencia universal. Un futuro en el que seremos mutantes hiperconectados a un enorme cerebro de carbono y silicona. Lo que algunos futuristas, como Raymond Kurzweil, han llamado Singularidad. El internet de bolsillo sería solo el principio.

Este proceso no es nuevo. Hace 900 millones de años éramos unas células en el mar. Luego esas células empezaron a unirse y aquí estamos. Nuestra evolución biológica nos dio unos cerebros tan potentes que iniciamos la segunda fase, una evolución cultural. 10.000 años de ciudades, leyes, libros, arquitectura y toda una panoplia de instrumentos que nos han permitido evolucionar sin necesidad de cambios genéticos. Ahora estamos entrando en la tercera fase: la fase de fusión, a través de las máquinas, en una gran conciencia colectiva. Un contexto en el que simplemente no tendría sentido desencadenar invasiones y bombardeos contra nosotros mismos.

Si estas predicciones se cumplen, es bastante probable que usted y yo no lleguemos a verlo. Así que la idea, poco atractiva por otra parte, de aparcar nuestros cuerpos y fundirnos en una gran red social mental, no tiene por qué preocuparnos. Lo que sí nos tiene que preocupar es lo que puede pasar antes, en los próximos 40 años.

Antes de alcanzar esa «Pax Tecnológica», mientras los ordenadores continúan evolucionando, habría que sortear un último bache: la cada vez mayor tensión entre Estados Unidos y China.

Ian Morris hace una cautelosa comparación entre el mundo actual y el de finales del siglo XIX. A finales de aquel siglo, bajo la supervisión de la gran potencia de entonces, Reino Unido, el mundo se hizo más amplio y más próspero, lo cual permitió crecer a otros países, que acabaron rivalizando con Reino Unido. Sobre todo Alemania. Es otra de las paradojas de la guerra: la existencia de un «globocop» que mantenga el orden y la paz y el comercio, hace que le crezcan los enanos. De la misma forma, la hegemonía estadounidense, capaz de garantizar tres décadas de comercio abierto y fluido, habría facilitado el enriquecimiento y posterior ascenso de China.

Ahora tenemos un paisaje con numerosas potencias regionales, nueve países con arma nuclear, y dos gigantes condenados a competir por la supremacía en numerosos frentes, empezando por las costas orientales del Pacífico. Siguiendo la teoría de juegos, el coste del enfrentamiento directo sería muy superior al de la cooperación (paradoja: gracias a las armas nucleares). Pero no hay garantías. Por eso, dice el autor, los próximos 40 años serán los más peligrosos de la historia.

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