THE OBJECTIVE
Andrea Mármol

Los caprichos del orden

Si el nuevo curso político ha de comenzar porque el anterior haya acabado, sólo invito a una reflexión. Si no estamos dispuestos a renunciar íntimamente a nuestros caprichos, no juguemos con el orden que nos permite tenerlos. Guardemos nuestra, locura, en fin, para todos los lugares que queramos excepto para el hemiciclo. Todos.

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Los caprichos del orden

La gran Núria Espert nos brindó, hará cosa de un año, una de esas afirmaciones que, bajo apariencia de confesión íntima, contiene una alta dosis aleccionadora de la que haríamos bien en tomar nota. “He tenido la ventaja de haber guardado toda la locura para el escenario”, aseguró. En realidad, ella lo hacía en relación a lo que llamó la “bohemia” que todos los prejuiciosos atribuimos a los artistas, pero lo relevante de sus palabras —un buen maestro me dijo una vez que no importaban tanto las ideas que escribimos sino lo que los demás pueden sacar de ellas— no es cómo decidió Espert pasar sus noches, sino el hecho de que tomó conciencia de que lo que ella llama locura, y que puede parecerse a la necesidad de la sinrazón para la supervivencia, es difícil de aniquilar, y ella encontró la manera y el momento de dosificarla.

Que ninguno estamos libres de los malos pensamientos, de los ataques narcisistas ni de las tentaciones inmorales no sólo debe aprenderse con prontitud sino que debe celebrarse. Conozco pocas formas de placer tan poderosas como las que proporciona nuestra relación con nuestras voluntades más ingobernables o nuestros deseos más prohibidos. A saber: sucumbir a la tentación o elevarse moralmente para rechazarla. No hay nada de malo en reconocer que llenamos nuestras vidas de decisiones no sujetas al bien y al mal, es humano jugárselo todo a la absoluta plenitud o a la completa devastación. Lo hacemos con asuntos menores como el dejar o el volver al tabaco pero también con cuestiones trascendentes como las mentiras a quienes más queremos. Son caprichos cuyo lujo podemos permitirnos sin causar grandes catástrofes a terceros, y como dice Espert, es una ventaja reconocerlos como tal. Sobre todo, para saber cuándo y dónde están permitidos.

A todos nos pueden llegar a satisfacer la incorrección y la emoción con que ponemos en riesgo algo que preciamos a cambio de otros placeres, pero lo que nos convertiría en inconscientes sería ponerles una pasarela. Y es que reconocer los abusos y los límites de lo correcto es una gran tarea pendiente que tenemos como sociedad: guardar lo prohibido para nuestro fuero interno y conocer primero sus consecuencias antes de llamar a la revolución. Es frustrante comprobar cómo en el debate público se aplaude en muchos casos el desafío a las leyes –cómo si no hubiera desafíos más verdaderos y edificantes y menos lesivos—, o cómo se ha jaleado a Juana Rivas para arrastrarla a la tragedia contra un enemigo construido a base de ficción, o cómo se convierten en héroes de luchas intencionadas artistas cuyo salto a la fama son amenazas a fiscales o a guardias civiles. Pero lo peor es que públicamente todos condenarían nuestros pequeños caprichos de dudosa moralidad de los que, al final del día, sólo jugamos con nosotros mismos.

Si el nuevo curso político ha de comenzar porque el anterior haya acabado, sólo invito a una reflexión. Si no estamos dispuestos a renunciar íntimamente a nuestros caprichos, no juguemos con el orden que nos permite tenerlos. Guardemos nuestra, locura, en fin, para todos los lugares que queramos excepto para el hemiciclo. Todos.

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