THE OBJECTIVE
Carlos Spottorno

Los cómplices de Prometeo

Cada verano nos revolvemos al comprobar que provocar incendios sigue siendo penalmente baratísimo.

Opinión
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Cada verano nos revolvemos al comprobar que provocar incendios sigue siendo penalmente baratísimo.

Prometeo fue castigado a ser encadenado a una roca para que un águila le devorara el hígado. Al ser Prometeo inmortal, cada noche le crecía un hígado nuevo y el águila volvía a comérselo. Así de enfadado estaba Zeus cuando descubrió que Prometeo le había robado el fuego para entregárselo a los hombres. Porque el dominio del fuego es realmente el punto de partida del progreso del hombre como criatura racional, que empieza a equipararse los dioses. El salto intelectual que supone poder calentarse, ver de noche, cocinar, protegerse de las alimañas y todas las derivaciones tecnológicas, hasta llegar a las gafas Google, es tan grande que seguramente no ha habido otro igual.

Así que el fuego es el mejor amigo del Hombre, casi su creador. Pero al igual que el árbol del Bien y del mal, el fuego encierra en sí también al peor enemigo del Hombre. Y quizás por eso lo miramos hipnotizados por su seductora belleza. Cada verano nos revolvemos al comprobar que provocar incendios sigue siendo penalmente baratísimo. Nos revolvemos tratando de comprender qué mente enferma es capaz de provocar tanta y tan inútil destrucción. Se enciende en nuestro interior la llama de la ira cuando miramos atónitos e impotentes las anuales fotos de los incendios veraniegos. Esas fotos que queremos seguir mirando, que los medios nos entregan como golosinas que nosotros saboreamos, experimentando el dulce sabor de la belleza plástica, la adrenalina de la energía destructora liberada, al mismo tiempo que experimentamos una empatía infinita para con aquellos cuya casa ha desaparecido y tienen que empezar de nuevo sus vidas en medio de un desierto de cenizas.

Somos demasiado civilizados. No nos atrevemos a castigar a los pirómanos a que un águila les coma el hígado. Quizás en el fondo todos somos pirómanos en potencia, que simplemente hemos sido educados a reprimir nuestro impulso, del mismo modo que reprimimos el impulso de saltar al vacío cuando nos asomamos a él.

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