THE OBJECTIVE
Jaime G. Mora

Los Hombres-Mierda

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Los Hombres-Mierda

Un artículo de Larra al que regreso con cierta frecuencia es ‘El mundo todo es máscaras’. Lo escribió en marzo de 1833, después del carnaval. “¡Vamos a las máscaras, Bachiller!”, le dijeron. Y en las máscaras Larra descubrió que todo el año es carnaval.

—¡Necio!, ven conmigo; do quieras hallarás máscaras, do quiera carnaval, sin esperar al segundo mes del año.

En su ensoñación, a través de los tejados, Larra narra cómo vio poetas infelices, militares sin honores y sacerdotes con amantes, bodas sin futuro, abogados estafadores y moribundos arrepintiéndose de sus pecados. Moribundos que, “si vuelven a la vida, tornarán a las andadas”.

—Ya lo ves; en todas partes hay máscaras todo el año; aquel mismo amigo que te quiere hacer creer que lo es, la esposa que te dice que te ama, la querida que te repite que te adora, ¿no te estarán embromando toda la vida?

No es de los artículos más recordados del Bachiller, pero sí uno de los que mejor ha resistido el paso del tiempo. Porque no hay nada tan eterno como la condición humana, ni nada tan universal como los disfraces de la identidad.

“El mundo todo es máscaras”, decía Larra. Máscaras para seducir a una mujer bonita. Máscaras para crecer en el trabajo. Máscaras para intentar engañarse a uno mismo. “Todo el año es carnaval”.

Esta vez he vuelto a Larra tras leer Vidas perfectas (Literatura Random House), la segunda novela de Antonio J. Rodríguez: una actualización postmoderna del carnaval de Larra. En ella la atención se la llevan Vera y Gael, una pareja perfecta, como esas que en las fotos salen sonriendo, enamorados de verdad. En la última imagen que colgaron en internet, su hija les había congelado en mitad de una carcajada, mirándose el uno al otro, en una taberna de Kioto.

—Vera y Gael son la esperanza para las clases humildes, esforzadas y honestas, y también el tipo de personas a quien la gente con poder querría tener bajo control, precisamente porque puedes confiar en ellos.

Eran una familia de guerreros, según los periódicos. Felices. Ella trabajaba en una organización animalista. Él era uno de los mejores jugadores de waterpolo. Por eso fue tan turbadora la noticia del suceso: los habían encontrado en un charco de sangre, en mitad de sus vacaciones. Gael era el principal sospechoso del crimen.

—A ver cómo lo explico. Para mí, la muerte de Vera y Gael es como despertar de un sueño febril por un movimiento tectónico o un chorro de agua fría. Un golpe seco que […] recuerda que aquellas vidas consideramos modélicas nunca lo fueron tanto.

¿Quién podría pensar de un matrimonio como ese? ¿O es que en verdad eran una farsa? ¡Si Gael nunca sonreía! Vivía en un estado de alerta permanente por la competición. Tenía problemas con el alcohol. ¿Y Vera? ¿Era Vera esa mujer desinteresada, con esa labor tan modélica en favor de los animales, o en realidad tenía un lado oscuro?

El choque entre esas aparentes vidas perfectas y el horrible final es Larra mirando a través de los tejados.

Antonio J. Rodríguez, de quien ya esperaba grandes cosas en aquellas conversaciones que teníamos en la cafetería de la facultad, descubre en su novela que todos tenemos algunas de las características que definen al Hombre-Mierda: ese que está atrapado entre las exigencias de sus superiores y de sus familiares. Que aunque lo ven como persona de éxito, él se siente un impostor. Que se decepciona con el presente y ve el futuro con pesimismo.

—Toda tu vida gira en torno a un único sentimiento. La desilusión.

Hombres-Mierda, ya nos tapemos la cara con una máscara o con la pantalla de un teléfono móvil.

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