THE OBJECTIVE
Hermann Tertsch

Los últimos testigos

Porque su testimonio y su legado, la memoria del dolor y del horror, son los únicos instrumentos eficaces que tenemos los seres humanos para intentar evitar que aquel terrible pasado que tuvieron ellos se convierta en presente en algún instante del futuro.

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Los últimos testigos

Porque su testimonio y su legado, la memoria del dolor y del horror, son los únicos instrumentos eficaces que tenemos los seres humanos para intentar evitar que aquel terrible pasado que tuvieron ellos se convierta en presente en algún instante del futuro.

Son ya supervivientes entre los supervivientes. Quedan muy pocos. Pronto se habrán extinguido. Son los últimos testigos del horror inconcebible. Después de que ellos se hayan ido, seremos los vivos que los conocimos quienes portaremos su palabra y sus recuerdos.

Cuando muramos los últimos que conocimos a los últimos testigos, habrán de ser otros, quienes nos conocieron y leyeron a los testigos y sus herederos, otros judíos, alemanes, europeos, los que porten, compartan y difundan su testimonio. Habrán de trasladar de generación en generación, la palabra del recuerdo de lo allí sucedido. Para que no se pierda nunca, para que siempre haya memoria del horror de lo habido y sirva a los seres humanos para estar siempre en guardia ante lo que son capaces de hacerse los unos a los otros. Para que las generaciones venideras, por remotas que sean, aun puedan entender las claves de las puertas de ese infierno. Y estén siempre atentos a que no se descerrajen los pestillos. Y puedan por siempre impedir que se abran de nuevo las fauces del monstruo que devoró a millones de humanos en aquellos años del horror hasta el 27 de enero de 1945.

Allí, donde estaban el martes, reunidos con los jefes de Estado y de Gobierno, donde se reunieron estos últimos venerables ancianos, estos testigos sagrados del siglo XX, en el portón de entrada del ferrocarril al campo de Auschwitz II- Birkenau, allí estaba la boca más voraz de las muchas que tuvo abiertas la hidra genocida del hitlerismo alemán. Estaban en Sobibor y Treblinka, en Majdanek y Belzec y en tantos otros puntos de la topografía del horror que creó el nacionalsocialismo alemán por toda la Europa invadida. Pero Auschwitz fue la mayor maquinaria de exterminio humano.

Más de un millones de seres humanos cruzaron aquel portón en los trenes llegados de todos los puntos de Europa. Unos cientos de metros más adelante frenaban en las vías muertas que concluían al fondo del inmenso campo, antes de los bosques de abedules. Allí estaban las cámaras de gas. Y más allá los hornos con sus chimeneas vomitando cenizas sin descanso y ese olor que todo lo cubría y que describe magistralmente en sus libros y recuerdos el Premio Nobel Elie Wiesel.

En el andén de gravilla se hacía la selección. Hombres uniformados con botas hasta la rodilla, pantalones de jinete, gorras con insignias con calaveras y fustas en la mano seleccionaban a los humanos entre quienes habían de morir de inmediato y quienes habrían de trabajar todavía antes por ello. Aterrorizados y exhaustos después de un viaje de muchos días en vagones de ganado o mercancia en lo que ya habían muerto los primeros de hambre, de sed, de asfixia y cansancio, eran separados madres de hijos, padres de madres. Para no volverse a ver.

Viejos, mujeres débiles y niños seguían ruta hacia la muerte en aquellas duchas en las que muchos ya no entraban engañados. Los demás eran repartidos por aquel inmenso acuartelamiento añadido al primer campo.

Y nuestros héroes, los últimos testigos, sobrevivieron. A todas las selecciones. Solo la suerte, el destino, determinó que ellos no murieran como todos los demás llegados con ellos en los trenes. Solo la suerte hizo posible que llegaran vivos a final de enero de 1945 y no murieran tampoco en las terribles marchas de la muerte que los nazis organizaron para vaciar aquellos campos y borrar huellas.

En Auschwitz volaron los hornos y cámaras de gas sin tiempo ya para destruir el rastro. Otros campos como Sobibor desaparecieron literalmente. Como si nunca hubieran existido. Eso se quería. Que desapareciera toda huella. Que se hicieran humo todos los testigos. Y se pudieran negar pronto aquellos hechos. Como tantas veces han intentado aquellos que intentan reactivar las ideologías del crimen.

El olvido es su aliado. La ignorancia es su gran arma. Auschwitz es el mayor monumento contra el olvido. Al que todo europeo debería ir al menos una vez en la vida. Al que todos los padres responsables deberían llevar a sus hijos. Nada puede sustituir a esa visita. Pero además, todos nos deberíamos sentir herederos de esos últimos testigos que ya se reúnen, previsiblemente por última vez. Como deber hacia ellos, hacia nuestra civilización y hacia todas las generaciones futuras. Porque su testimonio y su legado, la memoria del dolor y del horror, son los únicos instrumentos eficaces que tenemos los seres humanos para intentar evitar que aquel terrible pasado que sufrieron ellos se convierta en presente en algún instante del futuro. 

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