THE OBJECTIVE
David Mejía

Mal de lenguas

«¿Es verosímil creer que una mayor visibilización del catalán puede, aunque sea mínimamente, combatir el clima de odio que existe en Cataluña?»

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Mal de lenguas

Constitucionalistas serios y comprometidos con los derechos civiles como Mercè Villarubias, Juan Claudio de Ramón, Joaquim Coll o Rafael Arenas, defienden desde hace años la necesidad de que el pueblo español se dote de una ley de lenguas que remedie uno de los males de nuestra patria: la ausencia de regulación de los derechos lingüísticos. El libro de Mercè Villarubias, Por una Ley de Lenguas. Convivencia en el plurilingüismo (Deusto, 2019), ha sido muy comentado en los últimos meses, y no siempre con las mejores formas. Tanto la autora como De Ramón, prologuista y principal valedor en prensa de la propuesta, han sufrido la ira de críticos no siempre bien informados. Ha habido, sin duda, críticas sensatas, pero la mayoría de comentaristas se ha limitado a caricaturizar la iniciativa y a acusar a sus autores de agentes de ese tercerismo que siempre han combatido. Intuyo que el problema no es la ley, sino el clima en que se propone. La permanente vulneración de derechos civiles en Cataluña es tan insoportable que toda propuesta que no ataque frontalmente sus causas está condenada a ser malinterpretada. Además, en el clima de déficit democrático que vive Cataluña, alguna de las premisas de la ley de lenguas resultan difíciles de digerir. No obstante, el constitucionalismo haría bien en reflexionar sobre una propuesta que, aunque requiera matices importantes, puede ser fructífera para la mejora de la convivencia.

Hasta el más descarnado opositor a la ley coincidirá con su objetivo más básico: la creación de un marco legislativo estatal que regule los derechos lingüísticos de los todos ciudadanos. Coincidirá también en que la situación actual es insostenible, pues la regulación lingüística depende hoy de las administraciones autonómicas, cuya capacidad para arrasar los derechos lingüísticos de los castellanohablantes ha quedado sobradamente demostrada. Los constitucionalistas críticos con la ley olvidan que esta pretende, en primer término, acabar con los abusos del nacionalismo; por ejemplo, permitiendo la elección de la lengua vehicular en la enseñanza o regulando para qué profesiones pueden ser exigibles requisitos lingüísticos.

La ley aspira también a remediar los problemas lingüísticos a nivel estatal. Los proponentes consideran que existe en España un déficit de reconocimiento de la diversidad lingüística y que debe remediarse en dos planos: uno normativo, permitiendo que los ciudadanos de comunidades bilingües se relacionen con la Administración en la lengua elegida, y también en un plano simbólico: por ejemplo, rotulando en las cuatro lenguas o traduciendo las webs de organismos e instituciones oficiales.

Ante las penurias que sufre el constitucionalismo en Cataluña, es comprensible que no se acepte que la tensión territorial actual responda, aunque sea en parte, a la falta de reconocimiento de la pluralidad lingüística, como alegan los defensores de la ley, pero no por eso se debe caer en la ridiculización de la propuesta: ¿qué sentido tiene que un vascoparlante pueda poner una denuncia en euskera en una comisaría de Zamora? Ninguno, y los autores lo saben, por eso nunca han propuesto tal cosa. Entonces, ¿a qué instituciones tendría derecho a dirigirse en su idioma este vascoparlante? Hasta donde llega mi entendimiento, es una cuestión por determinar, y siendo una cuestión importante, mejor será no caer en la caricatura. Pero los defensores de la ley deben aceptar que es legítimo preguntarse si realmente existe un problema lingüístico estatal, como lo es recelar de implementar una solución global para paliar injusticias locales.

A mi juicio, el problema principal no está en los detalles de la posible implementación, sino en el objetivo declarado de contribuir la concordia y promover la unidad. Aquí las acusaciones de ingenuidad cobran sentido: ¿puede una misma ley salvaguardar los derechos ahora conculcados de los castellanohablantes y a la vez domesticar las ansias de independencia del nacionalismo mediante un reconocimiento simbólico de las lenguas cooficiales? Es una apuesta arriesgada porque presupone demasiado; para empezar, que la xenofobia reacciona a bálsamos tan delicados. Entonces, mi pregunta es: ¿es verosímil creer que una mayor visibilización del catalán puede, aunque sea mínimamente, combatir el clima de odio que existe en Cataluña?

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