THE OBJECTIVE
Gregorio Luri

“Mamuška, mamuška…”

Estaba leyendo una biografía de Angelica Balabanova cuando me han dado las tantas y he salido apresuradamente a comprar el pan con la imaginación inundada por lo leído. En la esquina de la panadería me he encontrado con Eduardo Álvarez Puga, que fue el director de Interviú en los años gloriosos de la revista, los de la transición.

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“Mamuška, mamuška…”

Estaba leyendo una biografía de Angelica Balabanova cuando me han dado las tantas y he salido apresuradamente a comprar el pan con la imaginación inundada por lo leído. En la esquina de la panadería me he encontrado con Eduardo Álvarez Puga, que fue el director de Interviú en los años gloriosos de la revista, los de la transición.

A Angélica Balabanova (1878-1965) la llamaron “la santa del socialismo”. ¡Cuántos revolucionarios hubieran acabado en los altares si hubieran nacido unos años antes y les hubiera dado por la caridad y el misticismo en vez de por la igualdad y la utopía! Angélica pertenecía a una familia burguesa, que es el tipo de familia que nutrió de cuadros al comunismo. Sintiéndose culpable de la miseria que no padecía, abandonó su domicilio familiar y se fue a pasar estrecheces y a hacer la revolución. “Serás maldita toda la vida y cuando mueras, me pedirás perdón”, le gritó su madre desde la puerta de casa. Intentó enseñar a Mussolini –de quien fue amante- a ser buen socialista y a Lenin –de quien fue amiga- a ser buen comunista. En ambos casos se consideró fracasada. Fue la primera secretaria de la III Internacional y la primera persona en decirle a la cara a Lenin que ni el fin justifica cualquier medio, ni todo enemigo de nuestro enemigo es nuestro amigo. En 1921 rompió con el comunismo y abandonó Rusia porque no quería ser cómplice de lo que estaba viendo. Murió casi olvidada, gritando en yiddish: “Mamuška, mamuška…”

Y en estas he topado en la esquina de la panadería con Álvarez Puga, que estaba arrancando pellizcos al cuscurro de la barra de pan que llevaba bajo el brazo. Le pesan las piernas, pero mantiene firme el brillo intenso de sus ojos azules. “Finalmente, se ha acabado la Transición”, le digo. Sabe que me refiero al final de Interviú. Me explica que Asensio le preguntó: “¿Estás dispuesto a dirigir una revista que no te guste?” Le digo que la transición es también la imagen de Marisol desnuda en la portada de Interviú o las colas en los cines para ver a Sylvia Kristel en Emmanuelle.

Yo entonces vivía en un piso que no tendría más de 20 metros cuadrados, en la plaza de San Agustín de Barcelona, con un militante del PSUC que estaba liado con la mujer del secretario de su célula. No estaba orgulloso de engañar a un camarada, pero como no se atrevía a arrostrar la situación, tuvo que ser la dialéctica hegeliana la que finalmente pusiera las cosas en su sitio. Un día al llegar al piso me encontré a los dos hombres llorando. La mujer los había abandonado tras ver Emmanuelle. Les escribió una nota confesándoles que estaba arrepentida de vivir de una manera tan pequeñoburguesa y que no quería tener ataduras ni con maridos, ni con amantes. Quería ser como Emmanuelle. Aún no sabíamos que eso que estábamos viviendo era todo lo que alcanzaríamos a vivir de la revolución.

Me he despedido de Álvarez Puga y lo he visto alejarse por el lado soleado de la calle, mientras seguía pellizcando el cuscurro.

He vuelto a casa con el pan y con Balabanova: “Mamuška, mamuška…”

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