THE OBJECTIVE
Andrés Miguel Rondón

Más carne y hueso, más luz y píxeles

En otras noticias, estudios recientes demuestran que ya pasamos casi la misma cantidad de tiempo online que durmiendo: entre siete y ocho horas al día. Por lo que ya se reduce a un tercio de nuestra vida aquella actividad tan atávica y misteriosa que es mirar alrededor, gastar energía cinética, susurrarle a alguien al oído, ser el espacio que ocupa nuestro cuerpo y no estar conectado a un cable de electricidad y una señal de wifi.

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Más carne y hueso, más luz y píxeles

En otras noticias, estudios recientes demuestran que ya pasamos casi la misma cantidad de tiempo online que durmiendo: entre siete y ocho horas al día. Por lo que ya se reduce a un tercio de nuestra vida aquella actividad tan atávica y misteriosa que es mirar alrededor, gastar energía cinética, susurrarle a alguien al oído, ser el espacio que ocupa nuestro cuerpo y no estar conectado a un cable de electricidad y una señal de wifi. Ahora el resto del tiempo despierto lo pasamos abstraídos en ese otro sueño donde somos lo que dicen nuestros Facebooks, Linkedins y Twitters y donde estamos hechos no de carne y hueso, sino de luz y píxeles.

El 99,99% de los seres humanos del pasado no entendería qué tiene en frente si algún día, regresando de la muerte, nos viese sentados, cabizbajos, mirando fijamente lo que para él parece una piedra y un espejo. Escena de un hechizo: tal ha sido el éxito de la ciencia que ha vuelto a ser magia. “Es como una especie de piedra filosofal”… intentaríamos, distraídamente, explicarle: “que responde todas tus preguntas (qué hora da un reloj en Samarkanda, quién fue Ada Lovelace, cuántas calorías tiene un plátano), y muestra imágenes de lo muy lejano, lo muy pequeño y hasta lo muy oculto, que te conecta con un chino en una partida de ajedrez, con tu familia al otro lado del océano, y te da direcciones en los cuatro rinconces del planeta…”. Empezaríamos así una lista de vainas sobrenaturales. “Es como una luz” -le diríamos, resumiendo- “que condensa todo lo que hay en el mundo”.

¿Es que acaso nos lo creemos nosotros mismos? Es difícil: el smartphone es posiblemente el suceso más raro de la historia de la humanidad. Por eso frecuentemente obviamos sus implicaciones. Y sin darnos cuenta pasamos, año tras año, más y más horas en el mundo al cual nos abren sus ventanas.

La más grande revolución de nuestros tiempos es a la que menos tinta dedicamos. Por eso me he tomado la libertad de hacerla mi noticia de la quincena. Sigo: otro estudio asevera que el adulto promedio toca su móvil 2.600 veces al día. Dos mil veces más de las que se toca la cara. Y algunos expertos dicen que, en definitiva, el acontecimiento es malo, en particular si eres adolescente: mientras más tiempo pasan en social media y menos durmiendo, más probabilidad tienen de suicidarse. Y que sin tener que darnos muerte nos hace daño: abstrayéndonos el internet nos enajena, nos falsifica, nos hace peatones de una ciudad de apariencias y de espejos, en la cual sufren doblemente los caprichos de nuestro ego.

Pero qué más da. Qué rey no hubiese dado su reino por un teléfono de estos. Son demasiado poderosos, demasiado fantásticos, como para no avasallarnos. Hablo solamente por mí. A mí que no me quiten mi ventana a Tokio. Ni mi amigo marroquí con el que juego fútbol por la web. Ni a los leales Google y Wikipedia, que tan pacientes han sido conmigo. Yo quiero vida, sueño e internet. Ya lo demás es demasiado sencillo. Demasiado aburrido y apagado.

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