THE OBJECTIVE
Manuel Arias Maldonado

Me alegra que me haga esa pregunta

«Así que quizá haya llegado el momento de la franqueza, de que nuestros representantes hablen con la claridad necesaria: me alegra que me haga esa pregunta, porque no la voy a contestar»

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Me alegra que me haga esa pregunta

Mariscal | EFE

Toda costumbre acaba desarrollando su propia exuberancia: como si la acumulación y el crecimiento hubieran de traer consigo, tarde o temprano, el vicio de la exageración. Por ese camino se adentró hace unos días Teodoro García Egea, Secretario General del PP, tras ser preguntado en rueda de prensa por las sospechas de corrupción que recaen sobre el senador popular David Erguido. Tratándose de un asunto delicado e inspirado acaso por algún resumen de las tesis de Lakoff, lo que hizo García Egea fue hablar del vicepresidente Pablo Iglesias y sus propios imbroglios financieros, no diciendo una sola palabra sobre su compañero de partido. Irónicamente, fue entonces cuando la rueda de prensa saltó a los titulares y recibió atención pública. Si nuestro hombre hubiese respondido con algún lugar común acerca del respeto debido a las investigaciones en curso, todo habría seguido igual. Eso quiere decir que el hábito de no responder jamás realmente a lo que se pregunta, característico de nuestros representantes, habría seguido sin merecer mayores comentarios.

Sin duda, García Egea fue demasiado lejos. Las técnicas que suelen aplicarse para eludir la pregunta incómoda, en el caso improbable de que ésta sea formulada por periodistas poco amistosos o rivales desabridos, guardan mejor las apariencias. Por lo general, el interpelado -ya sea presidente del gobierno, ministro o diputado- se sirve de alguna fórmula general para echar balones fuera; una declaración vacía que no comprometa a nada y sin embargo posea un timbre institucional. Históricamente, ésta ha sido la respuesta habitual: basta ver algunos episodios de Yes, Minister, la legendaria serie televisiva de la BBC, para encontrar muestras sublimes de esta desviación. Otra posibilidad es la de contestar con una mentira: uno dice que ha hecho algo que no ha hecho, promete que hará algo que no piensa hacer o atribuye al rival lo que el rival no ha hecho ni dicho. Es una práctica cada vez más frecuente, que se ejecuta con creciente desenvoltura en la vida pública española. Y luego está el último grito, de acuerdo con los manuales de agonismo político: contestar con una etiqueta que se refiere a la presunta naturaleza del rival, desviándose con ello la atención del tema que hubiera de debatirse. Si alguien es «la ultraderecha», por ejemplo, no es un interlocutor válido y entonces no hay que molestarse en responderle.

Esta miseria deliberativa alcanza su clímax allí donde un periodista entrevista a un líder político en horario de máxima audiencia: salvo contadas excepciones, apenas asistimos a momentos incómodos ni escuchamos repreguntas que corten el paso a los representante más huidizos. Cuando las hay, siempre puede escaparse con una media verdad o una falsa promesa; el votante no las castigará. De modo que en la práctica, pese a la logorrea que caracteriza a la esfera pública en la era de las redes sociales, nuestros representantes nunca hablan de nada; todo su discurso se desarrolla en el registro de la propaganda y se orienta hacia la persuasión -a menudo puramente sentimental- del votante. De la cosa, de la cosa concreta, apenas hablamos.

En ese contexto, García Egea ha jugado peligrosamente a hacer vanguardia, ensayando un desacomplejamiento que lleva implícita una sugerencia a sus colegas: ¿por qué no pasar a una fase en la cual dejamos de fingir que hacemos ruedas de prensa o vamos al congreso para responder a las preguntas que se nos hacen? ¡Terminemos de una vez con este insoportable paripé! Si solo respondemos a lo que nos conviene, ¿por qué no actuar en consecuencia? ¡Liberémonos! Se equivoca, naturalmente, ya que la comedia solo es creíble si mantiene el aire de comedia; el show debe continuar por sus cauces habituales. Pero el empeño de García Egea es sin duda admirable y casi maquiaveliano, pues con su gesto pone a la vista del ciudadano lo que permanecía -apenas- velado. Así que quizá haya llegado el momento de la franqueza, de que nuestros representantes hablen con la claridad necesaria: me alegra que me haga esa pregunta, porque no la voy a contestar.

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