THE OBJECTIVE
Anna Grau

Morir sin ideas

«La eutanasia debería ser un debate menos complejo que el del aborto porque al fin y al cabo lo que se plantea es el derecho de alguien a decidir sobre su propia muerte, sobre la de nadie más»

Opinión
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Morir sin ideas

Kiko Huesca | EFE

Tremenda sacudida política, ideológica y moral la suscitada por la aprobación de la ley de Eutanasia. Sin quererlo te ves arrastrada a ásperos debates maximalistas donde, por no faltar, no falta ni la sospecha -o acusación explícita, a veces- de que una ley así encubre siniestros ánimos de reducir los costes de la Sanidad pública aplicando criterios de selección de supervivencia propios de la Alemania nazi. De ser así, de llegar a producirse algo así, sería sin duda algo atroz. Pero, ¿qué mejor garantía que una ley para evitarlo?

Aquellos que tienen -legítimamente- una visión muy ideológica del acto de legislar, aquellos que esperan de la ley un cierto poder transformador y hasta redentor, se resisten a hacer leyes sobre cosas que no les gusta que sucedan. La prostitución, por ejemplo. Se entiende la repugnancia. Pero, ¿qué es peor? ¿Una ley que regule determinados supuestos de esta actividad, y ponga a sus practicantes a cubierto de la trata de blancas y otros abusos, o la ley de la selva?

En la cima de estas controversias siempre están las leyes que afectan al nacer y al morir. Al alfa y el omega de lo humano. Al colmo de las ideas. Imposible encontrar a alguien, por apolítico y descreído que sea, que no tenga ideas, fuertes ideas, sobre estos asuntos.

El aborto: quien cree que por encima de todo está en juego una vida humana, no es fácil que se resigne a que su terminación sea legal. Quien en cambio cree que el sacrificio extremo y sostenido de la maternidad no es exigible a cualquier precio, que no se puede obligar por decreto a ninguna mujer a parir, vista la magnitud del órdago, tampoco puede dar ni un paso atrás.

La eutanasia debería ser un debate menos complejo que el del aborto porque al fin y al cabo lo que se plantea es el derecho de alguien a decidir sobre su propia muerte, sobre la de nadie más. Y sin embargo, muchísimas personas creen de la mayor buena fe que, si alguien expresa el deseo de morir, hay que quitárselo de la cabeza, hay que impedírselo, por todos los medios.

Yo no estoy de acuerdo. Yo creo que hay casos en que el suicidio puede ser un acto racional. No diré justificado porque creo que a ninguno nos corresponde justificar una cosa así. Ningún suicida con éxito puede contarnos su experiencia de primera mano. Y por lo que cuentan los suicidas fallidos, no existe la muerte dulce a no ser que alguien, preferiblemente alguien con conocimientos médicos, la garantice y la tutele.

Estando así las cosas, y comprendiendo lo exaltado de los ánimos, yo haría un llamamiento general a embridar las ideas propias sobre la muerte ajena. Todo el mundo debería tener el derecho a morir sin ideas, o con las mínimas posibles. Es en situaciones de este calado límite cuando mejor se aprecia que una idea puede ser muy poca cosa al lado de un valor. Seguramente por eso los valores tienden a caer por su propio peso, mientras que las ideas suelen necesitar imponerse.

Yo no creo que haya nada que celebrar en una eutanasia. Igual que considero todo aborto un fracaso y una tragedia. Dicho lo cual, en mi humilde opinión, la mejor garantía de que estas cosas sucedan seria y humanamente, es que estén reguladas por ley. Que haya una ley consensuada y sensata que castigue severamente cualquier abuso, sea por exceso o por defecto. A esos ángeles de la muerte con bata blanca que pueblan tantas pesadillas hospitalarias, a todos los sospechosos de tomarse la muerte dulce de los demás por su mano, se les controla mejor con una ley de eutanasia que con ninguna.

Decía que esta es mi humilde opinión y no pretendía ser irónica. Entiendo que haya quien opine de otra manera. Para eso hace falta también la ley. Para ponernos a unos a cubierto de las creencias de los demás sobre lo más sagrado, cuando lo más sagrado somos nosotros.

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