THE OBJECTIVE
Andrea Fernández Benéitez

No apliques la cultura del ‘fast’ a las notas de voz de tu madre

«La vida está trufada de opciones para interactuar, aprender y disfrutar, sin embargo, da la sensación de que la fugacidad, la ingesta masiva y la abundancia le restan calidad a todo»

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No apliques la cultura del ‘fast’ a las notas de voz de tu madre

Adem AY | Unsplash

He procurado quedarme en silencio unos minutos mientras escribía estas líneas. He podido escuchar, lejano, el tráfico que atraviesa Madrid en julio, los pasos calmados del escaso personal que resiste en el  Congreso a estas alturas del verano e, incluso, mi propio cuerpo haciendo todo ese trabajo para el que no me necesita. Para mí la pausa no es ningún descubrimiento ni la vindico como autocuidado u cualquier otra suerte de esas ideas que hoy intentan vender como técnica para estar –normalmente de forma inútil- mejor. La pausa y el silencio han sido parte consustancial de mi vida en gran medida porque soy de pueblo y no fue hasta que me hice mayor que me vi imbuida en la cultura de la prisa.

Hace unos meses la aplicación de mensajería que solemos usar a diario incluía entre su catálogo de herramientas -de tortura- un nuevo elemento: la posibilidad de escuchar audios a mayor velocidad. Ahora puedes acelerar a tus amigos, jefes y compañeros de trabajo para ahorrarte el tiempo que emplearías si respetaras sus tonos, pausas y ritmos. Vaya por delante que, si me preguntaran a mí, elegiría sin duda la opción de impedir que nadie excepto mi tía y mi madre pudieran enviarme sus soliloquios online. No lo soporto. No obstante, sí me resulta llamativa la utilidad de acelerar la reproducción de audios para ganarle unos segundos extra a la vida.

En fin, tengo la sensación de que esta, como tantas otras, es una nueva forma de culto a la prisa. El miedo a no llegar a todo, a perderte algo, la necesidad de enterarse, de estar, de saber. El deseo de participar de una especie de competición sin contrincantes por el propio tiempo. Hay una reflexión interesante en el aceleramiento en que vivimos porque nos hace olvidar lo que quizás debería ser verdaderamente importante, el para qué: ¿De verdad necesitas escuchar un volumen tan elevado de audios, tanto como para que necesites hacerlo a máxima velocidad? ¿De verdad necesitas ir a tantos sitios? ¿De verdad necesitamos verlo todo? ¿Saberlo todo? ¿Estar enterados de la última en redes sociales? Como corolario, ¿Para qué tanto?

En la época dorada del entretenimiento y los estímulos la vida está trufada de opciones para interactuar, aprender y disfrutar, sin embargo, da la sensación de que la fugacidad, la ingesta masiva y la abundancia le restan calidad a todo. En relación con esto, vienen a mi memoria aquellas jornadas nocturnas con mi amiga Elena, por esta época hace más de diez años, en que engullíamos temas para el examen del día siguiente. Aquello era un desastre, que pese a superar casi siempre con éxito, no servía para absolutamente nada más que acumular sueño y cansancio de caras al siguiente round académico. Diría que he aprendido que en la vida lo verdaderamente trascendente conlleva concentración, tiempo y esfuerzo; no se logra en unas horas y está lleno de matices que merecen ser vividos desde la calma posible. Además, vale la  pena apuntar  que cuando digo esto no hablo solo de lo profesional o educativo, sino también de la amistad, de la música, de la lectura o –especialmente- del amor.

En definitiva, con estas líneas hoy no pretendía contar prácticamente nada, simplemente, dejar un consejo estival que creo útil: amplía en la medida de lo posible tu capacidad para ir despacio porque cualquier experiencia es mucho más que contenido y no apliques las lógicas del fast a las notas de voz de tu madre. Feliz verano.

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