THE OBJECTIVE
Lea Vélez

No es la foto, es el baile

Nacemos buenos. Nacemos perfectos y luego ya nos estropeamos imitando al de arriba, copiando comportamientos y modas por afán de ascender, equivocando conceptos y dejando a un lado el espíritu crítico. Si hay suerte, nuestros padres nos vuelven a arreglar inculcando con su ejemplo una forma humana y reconstruida de toda esa bondad que cada día nos roba la sociedad.

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No es la foto, es el baile

Reuters

Nacemos buenos. Nacemos perfectos y luego ya nos estropeamos imitando al de arriba, copiando comportamientos y modas por afán de ascender, equivocando conceptos y dejando a un lado el espíritu crítico. Si hay suerte, nuestros padres nos vuelven a arreglar inculcando con su ejemplo una forma humana y reconstruida de toda esa bondad que cada día nos roba la sociedad. Sí, porque la sociedad nos roba, nos roba cada día enormes cantidades de bondad y ya estamos a punto de quedarnos a cero. El otro día, sin ir más lejos, nos desayunamos con una portada racista e indecente de un periódico de tirada nacional. En ella, una bella mujer negra bailaba. Debajo, el titular engañoso y amoral: “España afronta una avalancha de inmigrantes por el efecto llamada”. Hoy mismo, leo sobre los niños separados de sus padres en la frontera de Texas. Más de 200 niños arrebatados de los brazos de sus madres bajo la política de “cero tolerancia” de Trump que persigue a los inmigrantes por la vía criminal. Los padres a la cárcel y los niños a la jaula. Este es el resultado de la cero tolerancia.

Cero tolerancia. Hay gente a la que esto le suena maravillosamente bien. Lo aplauden. Todo les indigna porque les han plantado en el alma un jardín de malas hierbas. Cero tolerancia con el migrante y con cualquiera que ose pisar cualquier raya real o ficticia de la vida. Cada día, un poco más, tenemos cero tolerancia con el dolor ajeno, con la muerte de los demás, con la lágrima de un niño, con los ancianos, con los animalistas, con los taurinos, con los mendigos, con el humor, con el sexo, con el tabaco, con el alcohol, con el vecino, con las mujeres risueñas, con cualquier cosa que no encaje con precisión cartesiana en nuestra estricta escala de valores. Sin embargo, no tenemos cero tolerancia con aquellos que nos roban a manos llenas nuestra escasa, escasísima bondad.

Hablamos del tiempo que nos quita el trabajo para atender nuestras obligaciones familiares, del tiempo que necesitamos para cuidar de los hijos y compatibilizar nuestras tareas de padres y madres con cierta dignidad, pero pocos hablan de los ladrones de bondad que nos plantan, cada día, el odio florido que cosechar con los votos. Nos riegan ese odio en el trabajo, en las redes, en la prensa, mediante un contagio masivo de intolerancia y nadie habla de esto ni de cómo demonios podemos atajarlo.

Vivimos en una sociedad intoxicada, cada día más polarizada -y no sólo en el asunto catalán- en la que lo políticamente correcto ha alcanzado un puritanismo desolador y lo políticamente incorrecto, se ha convertido en descarada incitación al apedreamiento mediático. Se respira racismo descarado. Se respira falsa bondad. En mitad de estas dos posturas extremas, estamos los humanos menos ruidosos que luchamos por mantener la coherencia apagando la tele, apagando el teléfono, apagando la mente, aún sabiendo que, a veces, lo políticamente correcto también coincide con lo moralmente correcto y viceversa. Recibir un barco de migrantes salvados del mar es lo correcto y eso lo sabemos todas las personas a las que aún nos queda un hilo de bondad.

La bondad y la tolerancia son dos de los más importantes componentes de la convivencia. También, son las angulas del contacto humano. Cuando cruzamos una sonrisa, cuando recibimos ayuda inesperada, cuando otro conductor al que cedemos el paso levanta la mano en agradecimiento, nos sentimos hallados, felices, humanos. Las angulas, digo, porque yo no sé si me siento tan feliz al recibir bondades tontas y simples como estas porque cada día son más escasas, o porque leo en ellas que detrás del gesto hay un ser humano con empatía.

De un tiempo a esta parte, vengo notando una escasez terrible de bondad, lo que en mis libros de contabilidad del alma, equivale a una escasez terrible de felicidad. Sobre todo, vengo notando que esta bondad se ha venido destruyendo para beneficio de unos pocos. La sociedad está desinformada, los bulos sobre los inmigrantes y cómo nos quitan beneficios, los bulos sobre las políticas de integración, sobre la educación, sobre la cultura, los bulos de que hasta la ciencia y la tecnología hacen peligrar nuestra precaria existencia con la siniestra llegada de la inteligencia artificial, corren sin pudor por las redes y por las mismas portadas de prensa haciendo que constantemente me pregunte en qué siglo estoy.

No hay que ser un lince para saber que esta infelicidad, que se traduce en destrucciones masivas de bondad, se debe a la distancia en la que vivimos. Estamos lejos pero nos comunicamos y esto ha creado un mundo inventado en la voz. Creo que sí, que es la distancia, porque la bondad, para ser realmente buena ha de ser carnal y silenciosa.

La lejanía también produce un rencor, agresividad constante, una protesta activa, un olvido de las maneras, una ensoñación de lo que es real. Cero tolerancia es igual que cero empatía. Vivimos en la caverna de Platón, cada vez más, o en la torre de Segismundo. La vida nunca fue muy comprensible, pero es que ahora, lo que creemos la vida, no es ni siquiera la vida, a pesar de que estamos convencidos de que es la vida. Y no, no lo es. Creemos con la mirada del odio que la vida real es una foto en las redes de una mujer bailando. Para nada. La vida, la de verdad, no es la foto. Nunca la foto. La vida es bailar para ser feliz.

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