THE OBJECTIVE
Joaquín Jesús Sánchez

No llorad ninguna. El Amargo está en la luna

«Me pasé mucho tiempo embobado con El romancero gitano y el poema del cante jondo. Me fascinaba el compás de Lorca»

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No llorad ninguna. El Amargo está en la luna

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Habían hospitalizado a mi padre por una apendicitis y nos quedamos en casa de los abuelos. No recuerdo bien por qué, pero la abuela Angelita me llevó a Pruna, la papelería, para que me comprase un libro. Tenían una ristra de ediciones negras de Cátedra puestecitas en fila y eché mano del único autor que me sonaba. Tendría, quizás, ocho años. La abuela parecía contenta; pagó el libro y nos volvimos a casa. Me estuvo contando que aquel tipo escribía muy bien, que a ella le gustaba mucho y que lo mataron en la guerra.

En aquel momento, mis lecturas se concentraban en la colección de El barco de vapor que me habían comprado mis padres en el Círculo de Lectores. Fray Perico y Los locos de Villaviciosa. La verdad es que no tenía mucha idea de qué se hace con un poemario. En fin, lo abrí: «El río Guadalquivir va entre naranjos y olivos. Los dos ríos de Granada bajan de la nieve al trigo». Estábamos en la cocina y mi abuela, sin levantar los ojos de la encimera, dijo: «Ay, amor, que se fue y no vino».

Nadie en la familia ha tenido afición a la lectura, excepto la abuela. Suele leer siempre lo mismo, porque tiene una memoria endeble. En vez de frustrarse, dice riéndose que cada vez que coge a Hernández le parece nuevo. Siglo de Oro y Generación del 27. Dale que te pego, una y otra vez. La abuela tiene una cómoda llena de recortes y libros, porque cuando se encame y le quede poca vida no quiere perder el tiempo con cosas que la decepcionen.

Me pasé mucho tiempo embobado con El romancero gitano y el poema del cante jondo. Me fascinaba el compás de Lorca y aquellos gitanos de los que hablaba. También, ese momento en el que él aparece en La muerte de Antoñito el Camborio («¡Ay Federico García, llama a la Guardia Civil!»). Menudo truco. Lo cierto es que no entendía casi nada, pero no me importaba demasiado.

La cosa es que acabé memorizando el dichoso librito. Verán, yo nunca he hablado muy bien, pero entonces ni se me entendía. Los logopedas decidieron que era un buen ejercicio recitar poesía en voz alta, al ritmo de un metrónomo de esos de aguja. Me preguntaron si tenía algún libro, y tanto que lo tenía. Así me pasé los años: «Verde que te quiero verde», clic, «verde viento, verde rama», clac. «Antonio Torres Heredia», clic, «Camborio de dura crin», clac. ¿Veis cuántas erres juntas? Ni os imagináis el sufrimiento.

Esta semana hace ochenta y cuatro años que asesinaron a Lorca y me he acordado de esta historieta. Ahora, más de veinte años después de que mi abuela me llevase a la librería, pienso en cuánto me influyó aquello. También, en la alegría infantil de que tu abuela se sepa los versos que estás aprendiendo, y que te los diga mientras prepara la cena.

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