THE OBJECTIVE
Guillermo Garabito

No molestar

«A uno le gusta el interior de los hoteles como le gusta el interior de las historias. Por ellos va pasando la vida y sólo se necesita estar ahí, desayunando o merendando, para tomar nota»

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No molestar

@jacquesbopp | Unsplash

Con las cafeterías cerradas en Valladolid echo de menos el café de por las mañanas –así empieza la civilización– y el periódico que se lee en las cafeterías, que es como el que se puede encontrar en cualquier quiosco, pero es un periódico que cuenta más cosas, más vivo. Así paseo por las tardes frías y pienso que me he dedicado durante años, sobre todo en invierno, a explorar hoteles, a pisar sus alfombras y cuando me cansé de tomar cafés malos –porque en los mejores hoteles de España contrasta que se sirva todavía mal café, como en casi todas partes, por otro lado–, empecé con la carta de cocktails. “No hay tradición de tragos cortos en España”, me aleccionó uno de los barman. Pasear por los hoteles, ver la vida desde sus cristaleras que dan a Gran Vía, al Paseo de Roma o a ninguna parte, es otra forma de conocer incluso la ciudad en la que vivo. Nunca he dormido en un hotel de Valladolid, pensé hace años. Y la cosa era lógica teniendo casa y cama, pero no se llega a conocer bien ninguna ciudad, sin haber dormido en alguno de sus hoteles.

Mi abuelo pasaba los inviernos en uno que hay detrás de la Plaza Mayor y ahora que lo pienso, visto con los años, creo que vivir en un hotel es otra forma más de ser escritor. A uno le gusta el interior de los hoteles como le gusta el interior de las historias. Por ellos va pasando la vida y sólo se necesita estar ahí, desayunando o merendando, para tomar nota. En una ocasión quedé con un entrevistado en el bar de un hotel en Madrid y ni con toda la carta de cocktails aquella entrevista se habría extendido más allá de unos cuantos monosílabos –como la que le hizo Cela a Azorín– de no ser porque la salvó la infidelidad de la mesa de al lado, con detective y escena de celos incluida, de esas que pensé que sólo suceden en las películas.

 Cada hotel, sin ser el Gran Budapest de Wes Anderson, incluso con una decadencia más española que centroeuropea –que es una decadencia más sobria–, tiene un mundo de historias por explorar.

 Leía ayer que los hoteles se están reinventando en España. Algunos han empezado a alquilar sus habitaciones como oficina –después del fracaso de aquella ocurrencia de las arcas de Noe–. Como seres civilizados que somos, deberíamos ponernos de acuerdo y adoptar un hotel, como antes pensamos en adoptar pueblos, y un gran café de esos en extinción y un quiosco y todos aquellos negocios imprescindibles para trabajar el alma que se están viniendo abajo durante esta crisis. Ningún hotel que se precie puede convertirse en una oficina. Hotel y oficina son conceptos antagónicos por naturaleza. Se puede tener reuniones de trabajo en un hotel, pero siempre para huir de la oficina.

No quiero ser Camba con su cubículo en el ‘Palace’ o Bill Murray en ‘Lost in translación’, ni siquiera Joseph Roth o vivir en el ‘Danieli’. Me gusta La Mudarra, que es un hotel donde me hago yo el desayuno y todos los cristales dan al páramo. Pero como los hoteles sigan pensando formas de reinventarse perderemos otro hito de nuestra civilización, porque la civilización europea tiene algo de desayunar en un hotel mientras a fuera pasan la vida y hasta las guerras. Y esto es algo que, por ejemplo los americanos, que tienen hasta el alma enmoquetada, jamás entenderán. El ‘Sacher’ de Viena sobrevive estos meses enviando su famosa tarta a domicilio. No es una mala solución. Lo que no se puede enviar a casa es la civilización. 

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