THE OBJECTIVE
Félix de Azúa

Escrito en el tiempo

«Es muy instructivo ir recorriendo la segunda mitad del siglo XX de la mano de Mario Vargas Llosa, uno de sus mejores talentos narrativos»

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Escrito en el tiempo

Erich Gordon

«Si nos encuentran, estamos perdidos», decía Guillermo. El sábado pasado les contaba cómo Mario Vargas Llosa se había encontrado a sí mismo a base de perderse por completo. El joven que quería ser un escritor parisino, se descubrió siendo un peruano que escribía historias latinoamericanas, gracias, justamente, a perderse en viajes franceses. Hoy me gustaría contarles cómo se fue haciendo aquel personaje que se perdía para encontrarse. Vean ustedes qué paradoja, Mario se buscaba, pero para encontrarse primero tenía que perderse. Y mientras tanto, otro Mario se iba construyendo a lo largo de ese proceso. Si el primero está reunido en Un bárbaro en París, al segundo lo encontrarán en El fuego de la imaginación, ambos editados por Alfaguara bajo la indispensable dirección de Carlos Granés.

Este segundo viaje comienza con el mismo personaje del primero, un joven de bigotillo recortado que se enfrenta a su familia y comienza una lucha por hacerse a sí mismo. Pero esta vez la guerra no va dirigida contra un padre, sino a favor de todos los lugares comunes del momento, en su mayoría cromos y tópicos comunistas que dominaban el mundo cultural en los años cincuenta. Así que el viaje comenzó con un Mario que creía en los milagros sociales, tras dejar de creer en los milagros religiosos. Él mismo lo explica en el bonito discurso de 1967 La literatura es fuego, donde expone su esperanza religiosa en la revolución comunista. «Dentro de diez, veinte o cincuenta años habrá llegado a todos nuestros países, como ahora a Cuba, la hora de la justicia social y América Latina entera se habrá emancipado del imperio que la saquea». Era el tópico cultural de la época. El mismo que compartía con quienes le dieron el Premio Biblioteca Breve en 1962 por La ciudad y los perros en donde no hay ni asomo de esa ideología política, sino una historia magnífica, de una fuerza salvaje, sobre la lucha de un individuo por no convertirse en un engranaje de la colectividad. Porque ese será el nuevo viaje de Mario, el de construirse como un individuo y así poder reconocerse.

De modo que es muy instructivo ir recorriendo la segunda mitad del siglo XX de la mano de uno de sus mejores talentos narrativos. Por eso, como decía, al principio aparecen los modelos de la época y, por ejemplo, la admiración hacia los malditos, algo hoy día inconcebible y cancelado. Vargas habla de Céline, Genet, Bataille o Borroughs cuando eran lo más opuesto al Mario Vargas que se estaba construyendo a sí mismo. Esa admiración hacia una «literatura del mal» durará hasta finales de los años setenta.

«El recorrido de esas décadas va llenando de contenido a un autor convencido de que la literatura es el medio ideal de la libertad»

Pronto, sin embargo, aparecen las primeras desgarraduras. En 1966, por ejemplo, el asunto de Siniavski y Daniel, hoy totalmente olvidado, comienza a resquebrajar la fe de «quienes creemos en el socialismo y nos consideramos amigos de la URSS», dice un Vargas ya dudoso. Todo el recorrido de esas décadas va llenando de contenido a un autor convencido de que la literatura es el medio ideal de la libertad y el mejor termómetro para medir la fiebre democrática de una sociedad. Será un viaje largo y lleno de disputas. Así, por ejemplo, es admirable el artículo en defensa de Miriam Tey (Todas putas) acusada (¡en Bruselas!) de publicar un libro que elogiaba la violación y la pederastia, no por las autoridades eclesiásticas franquistas, sino por las socialistas Elena Valenciano y Soraya Rodríguez. Es muy interesante repasar estos sucesos ya olvidados para entender el proceso que ha ido construyendo, por una parte, a uno de los mejores narradores españoles y, de otra, a las sociedades actuales, sus nuevos rituales opresivos y su nuevo episcopado.

Este proceso de liberación de las cadenas represivas y afirmación de la fe absoluta en la literatura como instrumento de liberación no hace sino incrementarse a medida que llegamos al fin de siglo. La historia es larga y llena de sucesos que merece la pena recordar, pero no caben aquí, quizás tras la publicación de los próximos volúmenes. El cambio revolucionario se produce, a mi entender, con el fin-de-siècle y tendremos muchos más datos en el próximo volumen que prepara Carlos Granés. A su amabilidad debo la recuperación del artículo que, hace ya más de veinte años, en 1999, recuerdo perfectamente que me causó una profunda impresión. Alguien que escribía aquel reportaje sobre el Carnaval de Río (La erección permanente) de un modo tan volcánico, desencadenado y furioso (en sentido musical) era un hombre libre y nadie podría ya convertirlo en una pieza de la maquinaria colectiva. Se acabaron las mentiras y empezaba la ficción. Mario Vargas había llegado a sí mismo.

Y así ha seguido hasta hoy.

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