THE OBJECTIVE
Jorge Freire

Nuestro hombre en Ottawa

El poeta simbolista Mallarmé escribió -o así, al menos, lo cita Pla- que el invierno es lúcido. Un tópico que parecemos contravenir quienes vemos en las vacaciones de Navidad una larga maratón concupiscente, jalonada de comilonas opíparas y compunciones dispépticas, o quienes confunden el recogimiento con un ofuscado aborregamiento. Sirva de recomendación, cuando no de revulsivo y contraveneno, un libro invernal en el sentido mallarmeano: Canadiana (Debate).

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El poeta simbolista Mallarmé escribió -o así, al menos, lo cita Pla- que el invierno es lúcido. Un tópico que parecemos contravenir quienes vemos en las vacaciones de Navidad una larga maratón concupiscente, jalonada de comilonas opíparas y compunciones dispépticas, o quienes confunden el recogimiento con un ofuscado aborregamiento. Sirva de recomendación, cuando no de revulsivo y contraveneno, un libro invernal en el sentido mallarmeano: Canadiana (Debate).

Tres son las virtudes Juan Claudio de Ramón (Madrid, 1982) como ensayista: un estilo refinado de alto vuelo literario, una claridad de ideas afianzada sobre un compromiso moral y una mirada lúcida que, puesta al servicio de la lucha contra el tópico, orea lo ya sabido, aventando adherencias inerciales y manidas. En 2011 llegó como diplomático a Ottawa, y los cuatro años que allí vivió, al hilo de los cuales recorrió Canadá de punta a cabo, han dado lugar a este bello libro. Con él levamos anclas y comenzamos esta singladura.

El ensayo que nos ocupa es, en buena medida, un diario de viaje filosófico. Haciendo cierta la máxima nietzscheana de que los mejores pensamientos son pensamientos paseados, De Ramón camina por el puerto de Vancouver, ombligo del comercio asiático, improvisando hipótesis geopolíticas; transita por las calles de Quebec, adviertiendo que las brasas de la Révolution Tranquille son débiles rescoldos; y arrastra los pies por los museos de la cosmopolita Toronto, exitoso experimento urbano donde el 50% de la población ha nacido fuera del país. Cada visita a un nuevo lugar brinda un sinnúmero de reflexiones sobre arquitectura, historia o sociología. Su inquisitiva mirada de flâneur da paso a una curiosidad apasionada e infantil cuando, al abandonar la urbe, se ve obligado a renunciar a la estrategia de la flanerie: recorre los patatales rufos de la diminuta Isla del Príncipe Eduardo y las praderas de Saskatchewan, a cuyo arrimo surgió la Policía Montada, y frecuenta pow wows –reuniones públicas de indios- en las tierras algonquinas de Ottawa; pone término a su viaje justo donde comienza el país, en Terranova y Labrador, comiendo bacalao en St. John’s con los glaciares de Groenlandia fundiéndose en lontananza. Canadiana no es el dietario de un paseante, sino una anábasis que comienza en el Pacífico y acaba en el Atlántico. Añádase a ello el furor enciclopédico que hace desfilar por estas páginas todos los arquetipos del inconsciente canadiense (desde Leaster B. Pearson y los castores de Manitoba hasta Pierre Trudeau y el vino dulce de Ontario) para hacerse idea de su envergadura.

Aunque abruma la geografía del país -las Cataratas del Niágara, las Montañas Rocosas, el Polo Norte- no es menos sugerente su historia, desmintiendo el principio según el cual los pueblos felices carecen de ella. Una historia que, según el autor, debiera servirnos de magister vitae, al modo ciceroniano: a su juicio, los paralelismos de la democracia canadiense con la española podrían ofrecernos soluciones para nuestros problemas políticos. Son especialmente enjundiosas las páginas relativas al referéndum quebequés y la inteligente defensa que el autor hace del bilingüismo, así como el inspirado epílogo del libro, “Canadá como modelo para España”. Sorprende que una de las lecturas recientes que más luz arrojan sobre la querella territorial española sea un ensayo sobre Canadá, pero, parafraseando libremente a Kipling, ¿qué sabrá de España quien de España solo conozca?

Una cita de Meléndez Valdés, situada en el frontispicio del tercer capítulo, reza que “el invierno es el tiempo de la meditación”. Tal dictum parece cumplirse en este libro, cuyo auténtico protagonista es, en efecto, la estación de las nieves. De todas las diferencias con el vecino del sur (por ejemplo, el sistema de salud público canadiense, antitético del estadounidense), el autor elige el clima. No le sorprende que Mary Shelley situase la acción de Frankenstein en el Ártico: qué mejor lugar para su fábula sobre la ímproba tentativa humana de dominar la naturaleza que allí “donde el invierno es para siempre” (p. 55).

Conque nadie busque aquí enredos de cónsul a lo Graham Greene. “Pocas aventuras que referir. Los diplomáticos que atesoran un nutrido historial de anécdotas son aquellos que las obtienen en puestos de responsabilidad o en destinos exóticos no carentes de riesgo […] Pero yo no era más que el humilde consejero de una embajada pequeña, viviendo con mi familia en el que nos parecía el país más civilizado del mundo, y donde a menudo felicidad y aburrimiento se emparejaban como cerezas” (p. 64). Sea como fuere, la laxitud canadiense inspira páginas brillantes. Especialmente aguda es su reflexión sobre el multiculturalismo contenida en el penúltimo capítulo, titulado “El país de las segundas oportunidades”, donde De Ramón ofrece una novedosa propuesta (no se cumple, a su parecer, el extendido tópico según el cual los valores multiculturales fragmentan en guetos a la ciudadanía, sino más bien todo lo contrario), así como su análisis del patriotismo cívico canadiense: el país promueve un buen número de fiestas laicas y actos culturales con objeto de inspirar un sentimiento de pertenencia que no es excluyente ni se enraíza en elementos étnicos.

Ocioso es precisar si nos encontramos ante una remembranza biográfica, un ensayo filosófico o un breve tratado de teoría política. Sea como fuere, la voluntad de ilustración que anima este libro, tan ameno como erudito, no está exenta de cortesía y elegancia, como si el fulcro en que se apoya la cordialidad de su estilo fuese la inteligencia con que se espera el lector corresponda. Disfrútenlo, y que el invierno les sea provechoso.

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