THE OBJECTIVE
Ignacio Peyró

Democratizar el exceso

No falta el que, hora feliz tras hora feliz, se ha levantado un día con un problema de alcoholismo.

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Democratizar el exceso

No falta el que, hora feliz tras hora feliz, se ha levantado un día con un problema de alcoholismo.

Anthony Trollope dejó dicho que debía todo su éxito en las letras a una sola persona: en concreto, el viejo valet que, a las cinco y media de la mañana, lo sacaba de la cama “sin misericordia” para ponerse a escribir. Con estos hábitos, Trollope iba a conseguir novelas memorables y, al mismo tiempo, una reputación de filisteo: al fin y al cabo, de un escritor solemos esperar borracheras homéricas, unas deudas corrosivas o, como mínimo, cierto exotismo en materia sexual. De hecho, la moderación, la disciplina o la templanza son virtudes poco narrativas: liquidar el IVA dista de ser algo “sublime sin interrupción” y, puestos a novelar, un matrimonio feliz sólo puede oponer bostezos ante los éxtasis y tormentos de un adulterio múltiple. Extraña poco, por tanto, que para encontrar en nuestros días expresiones como “dominio de sí” tengamos que rebuscar en el catecismo del abuelo. 

Al leer Las torres de Barchester, sin embargo, no es difícil pensar que aquella sobriedad trollopiana quizá le rindió más –y nos aprovechó mejor- que haber echado cada noche los cierres del pub. Y también resulta inevitable concluir que, hoy, el novelista lo hubiera pasado peor: antes de ponerse a escribir, tendría que haber sorteado las tentaciones de sembrar de “me gustas” el muro de su Facebook, de añadir una pieza maestra a sus whatsapps completos o de retuitear a esa chica que ha dado en “favearte” un par de veces.   

Por supuesto, no hace falta ser un Trollope para vernos cada día asediados de aquello que el moralismo menos sexy llamaba tentaciones. La tarjeta de crédito hace posible el “lo quiero todo y lo quiero ahora”, y Amazon nos lo deja en la puerta de casa. El chino de la esquina favorece la “muerte por chocolate” a nada que uno tenga un antojo. La red despliega un álbum de prácticas eróticas que, en otro tiempo, sólo podían encontrarse en burdeles de alta especialización, y no falta el que, hora feliz tras hora feliz, se ha levantado un día con un problema de alcoholismo. Por supuesto, quien se sienta mal, siempre puede abusar del lexatín, y si aun así no sirve, el recurso a los genes o a la psicología evolutiva nos lavará de toda culpa. 

“Nuestra carne”, escribe Larkin, “nos rodea con sus propias decisiones”. Quizá nunca más que ahora. Si en otro tiempo, Wilde escandalizó al proferir que su única manera de acabar con la tentación era caer en ella, su boutade está ahora al alcance de cualquiera: desde luego, cuando “yo lo valgo”, hay muy pocas cosas que me estén vedadas. El exceso se ha hecho democrático sin dejar de ser romántico. Hace mucho, Flaubert, muy a contracorriente, recomendaba a los escritores una vida ordenada para que la pasión y la violencia se reconcentraran en la pluma. Como a Trollope, a él tampoco le vino mal esa idea carcundia que era poner el autocontrol un poco antes que la autoestima.  

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