THE OBJECTIVE
Anna Grau

No enterarse de nada en Kiev

«Le dije a Dragó: “Deja de hablar de los maestros rusos… ¿que no ves que a estos tu amigo Putin les acaba de invadir?”»

Opinión
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No enterarse de nada en Kiev

Fernando Sánchez Dragó. | Ricardo Rubio (EP)

Estuve en Kiev en mayo de 2015, acompañando a quien entonces era mi pareja, el escritor Fernando Sánchez Dragó, quien tenía que dar un par de conferencias en la Facultad de Letras y en la de Historia. Nos alojamos (al principio) en la residencia del entonces embajador español en Ucrania, Gerardo Bugallo (ahora lo es ante la Santa Sede, en Roma).

Formaban el embajador Bugallo y su esposa, Ana Beret, un tándem estimulante y encantador. Cómo olvidar una conversación telefónica que mantuve con Bugallo antes incluso de vernos las caras y de poner yo un pie en Ucrania. Aquel excelente diplomático español me pedía y me rogaba, me rogaba con verdadero ahínco, que si por favor podía usar yo la influencia que pudiese tener sobre Dragó para que este se interesara por los sufrimientos de los ucranianos bajo la ya entonces asfixiante bota de Vladimir Putin. Hacía solo un año de la última invasión, de la última vuelta de tuerca. Los ucranianos se defendían con orgullo y con fiereza pero digamos que no todo el mundo estaba precisamente por la labor. Dragó, por ejemplo, había proclamado a los cuatro vientos su admiración por Putin, algo que el buen Bugallo no entendía y además le ponía los pelos de punta.

Más de punta se le quedaron aún cuando yo le informé de que Dragó admiraba a Putin por lo mismo que Valle-Inclán se declaraba «feo, católico y sentimental»: por añoranza de un mundo brutalmente arcaico, por estética (sic) y porque sí. «El meollo del asunto a Dragó por una oreja le entra y por la otra le sale, no le interesa lo más mínimo, créeme», zanjé.

Hay muchísima gente así, incluso gente rematadamente inteligente y encarnizadamente culta, como es este caso. Digamos que existe cierto colonialismo intelectual que gusta de despreciar la política, aburrirse de la democracia liberal, encontrar poco sexy la democracia a secas y suspirar por el retorno de los zares de torso desnudo que cazan osos con las manos y de los cosacos arrancando cabezas sin ni bajarse del caballo. Ciertamente los liderazgos sin contemplaciones tocan en todos nosotros una atávica tecla de respeto. ¿Cuántos no hemos pensado estos días, en el fondo, que ojalá alguno de los nuestros tuviera lo que hay que tener para parar a Putin? Por desgracia los Churchills no abundan y cuando asoma alguno, encima va y pierde las elecciones.

Volviendo a Kiev: en aquel momento ser fan de Putin podía parecer una travesura testosterónica, una pedorreta en lo políticamente correcto. Nada tan importante ni tan grave, para entendernos. Depende de para quién, claro: enterados en la Facultad de Historia de las veleidades putinescas de Dragó, cancelaron en el acto todas sus conferencias anunciadas allí y presionaron al embajador español para que no nos alojara más en su casa. Acabamos instalados en un trasnochado apartamento delicioso que parecía sacado de la película Goodbye Lenin.

Sí se mantuvieron las conferencias previstas en la Facultad de Letras, donde fuimos recibidos (yo también) por audiencias rebosantes e íntegramente femeninas. Imagínense dar una clase magistral de literatura a unas 50 jóvenes beldades ucranianas bebiéndose tus palabras, que además entendían a la perfección, porque eran todas estudiantes, entre otras lenguas extranjeras, de español.

Qué cuadro. Recuerdo a dos españoles afincados en Kiev, admiradores de Dragó y de Fernando Esteso (uno de los dos se le parecía mucho físicamente), que acudieron de oyentes por la cara y que casi sufren un síncope de envidia. La fama de mi entonces novio de tener una especie de llave maestra con las mujeres subió como la espuma a los ojos de aquellos dos benditos. A los míos, no tanto: porque yo ya le conocía y porque también sabía que en este tipo de facultades casi todo el quórum estudiantil suelen ser chicas. Y encontrar una chica ucraniana fea es casi tan difícil como encontrar pozos de Coca-Cola en el desierto.

Aun así, la cosa estuvo a punto de torcerse, y hasta de envenenarse, cuando Dragó, dicharachero y chispeante como siempre, pero con ese olímpico desprecio por el sufrido fondo de la cuestión que por todas partes nos envolvía, empezó a tratar de ganarse al auditorio deshaciéndose en elogios de la gran literatura rusa. Casi nos corren a boinazos. Yo que iba de acompañante muda tuve que empezar a propinarle rodillazos por debajo de la mesa: «Deja de hablar de los maestros rusos… ¿que no ves que a estos tu amigo Putin les acaba de volver a invadir?». Apercibiéndose de la metedura de pata y de su posible alcance, trató de salir del charco concentrando el fuego de su zalamería en Mikhail Bulgákov, autor de la mundialmente famosa novela El maestro y Margarita, nacido efectivamente en Ucrania… Por desgracia (para nosotros aquel día), esto no le impidió escribir con entusiasmo en ruso y ser, en fin, un referente de la misma cultura rusa cuya mera mención tanto hacía rechinar de dientes a nuestra audiencia, cada vez más impaciente al ver que no distinguíamos el ruso del ucraniano, lengua eslava oriental descendiente del antiguo idioma ruteno. Devino la única lengua oficial de Ucrania cuando se independizaron de la URSS, que había llegado a reprimir su uso con una dureza inimaginable ni siquiera en los momentos más oscuros del Imperio Ruso. La población ucraniana padeció limpiezas étnicas literales como el Holodomor, una hambruna de Estado que mató a casi 12 millones de personas en varios territorios soviéticos, Ucrania incluida, en los años 30. Bien, pues ni así consiguieron los soviets cargarse la lengua ucraniana, que hoy hablan 45 millones de personas. Si cuando yo digo que, cuando una lengua existe, manera no hay de borrarla del mapa, se pongan como se pongan los de siempre…

Debo decir que al final de aquel viaje sí conseguí que mi acompañante se apeara de su visión digamos valle-inclanesca del drama tenaz de aquella gente y de aquellas tierras, conociera en persona a algún luchador ucraniano y hasta se interesara por su caso y por su verdad. No es Hemingway todo lo que reluce. Ni hay que tomarse a la ligera las guerras de los demás. Porque ningún hombre es una isla, como dice la cita de un poema de John Donne en el que se inspira precisamente el titulo de Por quién doblan las campanas. Porque todos estamos unidos y conectados y ni la frivolidad ni el egoísmo ni la ignorancia más atrevida van a salvarnos de ser culpables de todo aquello de lo que no hayamos querido o sabido ser inocentes.

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