THE OBJECTIVE
Sonia Sierra

¿Las mujeres tenemos derecho a vestuarios sin penes?

«La biología es el muro con el que chocan irremediablemente los partidarios de la ‘teoría queer’»

Opinión
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¿Las mujeres tenemos derecho a vestuarios sin penes?

Protestas contra la 'ley trans' en Madrid. | Europa Press

Hace unos días saltaba la noticia de que a una persona trans le habían pedido que no usara el vestuario femenino del gimnasio porque una mujer se había quejado. Dicha persona lo denunció en sus redes sociales y el gimnasio acabó rectificando y pidiéndole disculpas. Cabe destacar que la persona en cuestión tiene un cuerpo plenamente masculino y que su actual «tránsito a mujer» consiste en llevar una peluca y maquillarse, algo que, obviamente, no convierte a nadie en mujer y que en el vestuario desaparece.

Por este motivo, el resto de usuarias lo que ven con sus ojos es a un hombre, por mucho que en los documentos pueda aparecer que es de género femenino. Y si digo que su cuerpo es el de un hombre, es porque en la entrevista que le hicieron se le ve pelo en su pecho plano y porque en su perfil de Twitter alardea del gran tamaño de su pene. Yo no sé ustedes, pero yo no conozco a ninguna mujer que presuma de su miembro viril. Pese a ello, afirma que lo que tendría que haber hecho el gimnasio es explicarle a la señora que se quejó que es una mujer igual que ella.

Bueno, pues igual, igual, estarán conmigo, quizá no. Para empezar, más allá de los rasgos físicos que ya he mencionado, los cromosomas son diferentes y, para continuar, su función en la reproducción es también distinta porque puede fecundar, pero no ser fecundada, que es una capacidad que la naturaleza reserva a las hembras humanas adultas. Finalmente, si esta persona muere, es enterrada y años después se descubren sus huesos, inmediatamente se identificará su cuerpo como el de un hombre aunque haya realizado un cambio de sexo registral. Y es que la biología es el muro con el que chocan irremediablemente los partidarios de la teoría queer: por más que se empeñen, solo hay dos sexos y son inmutables.

Dicho esto, es evidente que hay personas que sufren por no sentirse identificadas con el sexo con el que han venido al mundo y que hay que poner todos los recursos necesarios para paliar ese sufrimiento y, por supuesto, esas personas merecen todo respeto. El problema está cuando su libertad colisiona con la libertad de los demás.

Creo que no hay que haber leído a Stuart Mill para entenderlo. ¿Qué derecho debe prevalecer, el de una persona a utilizar el vestuario del sexo con el que se siente identificada o el de las mujeres a poder tener un espacio seguro? Porque si hay espacios diferenciados es por algo: a lo largo de la historia las mujeres hemos sufrido violaciones y abusos sexuales. Ahora, tal y como ironiza magistralmente el humorista Ricky Gervais en su espectáculo SuperNature, si una mujer es abusada por una trans, corre el riesgo de ser acusada de tránsfoba si no se refiere a esta persona por el pronombre elegido.

Y hemos llegado aquí al meollo de la cuestión: la transfobia. Lo que hace el movimiento queer es intentar censurar a todo aquel que no comparta su credo, dando unas muestras de intolerancia que les ha valido el apelativo de Inqueersicion. Por ejemplo, los profesores de psicología José Errasti y Marino Pérez, sufren violentos boicots o incluso cancelaciones en las presentaciones de su libro Nadie nace en un cuerpo equivocado, la más reciente en Barcelona, donde los transactivistas amenazaron con quemar la librería de La Casa del Libro donde se estaba celebrando el acto y tuvieron que cerrar sus puertas y sacar de allí a los asistentes escoltados.

Que esto suceda en una democracia es una auténtica aberración y flaco favor le hacen a la causa trans con esos comportamientos de energúmenos del que, además, presumen en sus redes sociales. Si acaso tuvieran razón, desde luego la perderían al momento comportándose de esa manera intolerante y antidemocrática. Y hablando de este tipo de actitudes, les recomiendo que lean la tremebunda historia por la que ha tenido que pasar mi compañera Lucía Etxebarria a cuenta de la acusación de transfobia.

El afán censurador de los transactivistas los ha llevado, por ejemplo, a cancelar unas clases sobre el papel de la mujer en la publicidad, como le pasó a Juana Gallego en la UAB o, más grave todavía, ha hecho que sobre la psicóloga Carola López Moya -especializada en ayudar a mujeres maltratadas- penda la condena de una multa de hasta 120.000 euros y cinco años de inhabilitación. En ambos caso, por sus opiniones en contra de la ideología queer y su denuncia de los riesgos que comporta que se amputen miembros sanos a menores o que se les condene a ser enfermos crónicos mientras se lucran las industrias farmacéuticas y las clínicas de cirugía estética, algo en lo que países como Reino Unido y Suecia ya están dando marcha atrás. Este es, sin lugar a duda, el aspecto más preocupante de lo que está sucediendo con la hegemonía del queerismo, como alertaba el domingo Fernando Savater desde estas páginas.

Al margen de todo esto, resulta evidente que las grandes perjudicadas somos las mujeres. No he visto ninguna queja sobre la presencia de trans en vestuarios de hombres ni sobre su participación en las categorías deportivas masculinas, como sucede al contrario, porque es tan grave que puede acabar con el deporte femenino, como denuncia incansablemente Irene Aguiar. No se borra la palabra padre, ni se llama a los hombres «personas peneportantes», mientras sí que se eliminan palabras tan bonitas como «mujer» o «madre» y se sustituyen por engendros como «persona menstruante» o «persona gestante». Son muchos años de lucha feminista para que una corriente misógina nos borre y nos arrebate nuestros espacios de libertad y de seguridad y son muchos años de lucha para vivir en una democracia para que ahora vengan estos inqueersidores a cercenar la libertad de expresión por mucho que pretendan disfrazarlo en nombre de unos derechos humanos que nadie les niega.

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