THE OBJECTIVE
Eduardo Laporte

Fui conductor de VTC

«Tienen parte de razón los taxistas cabreados al protestar contra la laxitud de la nueva ley. Y en el ‘oportunismo’»

Opinión
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Fui conductor de VTC

Un coche VTC circula por una calle en Madrid. | Jesús Hellín (Europa Press)

Si ayer hablábamos de hostelería, hoy toca mi coqueteo, versión Hunter S. Thompson de todo a cien, con el mundo del taxi. Taxi writer, o mejor dicho, VTC, porque a los casi 10.000 coches que ya pueblan las calles de Madrid no se les puede llamar, en puridad, taxis. 

Y bien está que así sea, porque para que un taxista reciba tal nombre tiene que aprobar una serie de exámenes con su formación previa, cosa que el conductor precario de vehículo de turismo con conductor no. Yo mismo lo experimenté en mis propias carnes, un verano prepandémico en que me colé en los Uber del asfalto. 

No me preguntaron siquiera si era miope. Si atesoraba un mínimo de kilómetros en mi bagaje en la carretera. Recibimos unas clases de formación en la sede de una de las flotas que determinados empresarios ‘a la madrileña’ levantan en polígonos de las afueras de Madrid, pero la seguridad vial era lo de menos. Lo de más era todo lo relacionado con las horas que teníamos que pasar al volante y los euros que debíamos alcanzar para que todos quedáramos contentos. 

Diez horas. Esa fue una de las consignas a grabar a fuego. Si bien el contrato fijaba un máximo de 40 horas semanales, había que cumplir las 50 que marcaba la aplicación, so pena de no cobrar la nómina. No había absentismo posible: o llegabas a las diez horitas, y circulando, o no cobrabas. Porque para cobrar tocaba llegar una recaudación diaria de cerca de 200 euros, lo cual no siempre era fácil con muchas carreras de una esquina a otra del barrio de Salamanca a tres euros. 

El primer día que me senté, trajeado, en una cucaracha de esas, sintonicé ROCK FM y me saltó Welcome to the jungle. En efecto, aquello era una selva, pero no por el tráfico ni por los taxistas airados (solo tuve un roce cuando me metí en una calle en dirección contraria), pero una selva contra ti mismo, contra el tiempo, contra la ansiedad del león enjaulado que dedica lo mejor de si a otros, para sumar algo más de mil raquíticos euros.

Estaba esa amenaza a la salud mental que mitigaba escuchando con atención plena los programas de Richard Vaughan, y luego el dolor de piernas. No de espalda, sino de piernas, tendones imposibles, nuevos, que se rebelaban contra esa morterada de horas pisando el embrague, el acelerador, embrague, acelerador. ¡Y la tiranía de los semáforos! Ese ritmo sincopado que impide todo flow como tortura contemporánea. La M30 como bálsamo contra la constante interrupción. ¡Y los ojos! A los pocos días noté unos pinchazos agudos en las córneas, fruto de esa tensión constante que padece el sentido de la vista diez horas encerrado en una máquina en movimiento.

El caso: tienen parte de razón los taxistas cabreados al protestar contra la laxitud de la nueva ley. Y en el «oportunismo». Ese consultor inmobiliario y que te agrupa deudas de Móstoles que también tiene un puñado de licencias VTC. ¿Plegarse ante ellos y elevarlos a la categoría de interlocutor y agente tan válido como los miembros del sector del taxi, con sus regulaciones, exigencias, tasas y demás? 

¿Cuántos taxistas que jaleaban el «comunismo o libertad» de Ayuso y las machadas de Abascal sufrirán ahora de esquizofrenia al ‘sintocinar’ su emisora matutina tras el «traje a medida» a los VTC? Porque si hay algo no-liberal es el gremio del taxi y condición de servicio público. Quizá algunos no lo sabían. ¿Libertad de la buena? Ir en moto. Ojalá una Madrid más motociclable. 

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