THE OBJECTIVE
Daniel Alarcón

¿Platón y Aristóteles antipopulistas?

«Pueden encontrarse en esta valoración ecos del pensamiento ‘moderado’ o ‘centrista’, que no es sino un efecto inconsciente de la hegemonía cultural del PSOE»

Opinión
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¿Platón y Aristóteles antipopulistas?

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Manuel Ruiz Zamora dedica su último artículo en THE OBJECTIVE a ofrecer una crítica a Miguel Ángel Quintana Paz, que en su texto En defensa del populismo, publicado en este mismo periódico, ofrecía un intento de desmarcar la valoración que corresponde al populismo de izquierdas de la valoración que pudiera corresponder a un populismo de derechas. El argumento central de Ruiz Zamora podría sintetizarse en un sencillo silogismo: el populismo es la degeneración de la democracia. Pero la democracia es inherentemente buena. Luego el populismo es inherentemente malo

En este razonamiento hay un principio de valoración trastocado; y reside en la asunción de que la democracia es algo inherentemente bueno. Y es que una medida de gobierno no es buena por ser democrática, sino que, al contrario, es la propia democracia, como sistema de gobierno, la que, si es buena, lo es en tanto que conduce a tomar buenas medidas de gobierno (frente a sistemas alternativos no democráticos). Con un ejemplo: una medida económica que conduzca a la quiebra española, y con ello a la ruina de los españoles, no se consagra como buena sólo por el mero hecho de haber sido tomada democráticamente, sino que, si la propia democracia tiene valor como sistema, lo será en la medida en que facilita una estructura de decisiones que conduzca a ejecutar buenas medidas económicas. Darle la vuelta a este juicio de valor es muy importante, porque nos aleja de discusiones sobre si algo es o no conforme a la legalidad vigente, en favor de discusiones sobre si el contenido de esas leyes es o no justo. Algo razonable, teniendo en cuenta que las leyes las hacen los partidos que nosotros mismos debemos votar.

Pero tampoco es exacto que el populismo sea inherentemente antidemócrata, es decir, que el populismo sea, como afirma Ruiz Zamora, una «degeneración de la democracia», después de criticar a Quintana Paz no haber ofrecido una definición de «populismo»: «En mi opinión, el problema principal del artículo de [Quintana] Paz es que no se termina de definir los términos, lo cual es algo que se está convirtiendo en habitual en las aproximaciones al problema del populismo».

Aunque Quintana Paz, en su artículo, no daba una definición positiva explícita, sí ofrecía una definición negativa más o menos implícita: «El auténtico opuesto de ‘populista’ es mucho más simple: elitista. Arriba y abajo. Ellos o nosotros. Con la élite o con el pueblo: esa es la partida que hoy se juega.» En suma, caracterizaba el populismo como una negación del elitismo, es decir, como una negación de la acumulación de poder que en las democracias indirectas se habría ido formando sobre una clase política endogámica y alejada de los problemas reales del pueblo o gente corriente. Se trata, por otro lado, de la misma definición que ofrecía Gustavo Bueno, y que coincide a grandes rasgos con la definición de «populismo» que dan los propios populistas, como en el caso de Laclau. En este sentido, una democracia populista con una participación del pueblo más directa no tiene nada por sí misma que la haga menos democrática.

Por el contrario, Ruiz Zamora ofrece una definición de «populismo» que viene a identificarlo con lo que para Aristóteles se traduce como «demagogia» u «oclocracia», pero nunca como «populismo»; es decir, la forma desviada o degenerada de la «democracia» o «república». Y ahí se interpreta el criterio de degeneración en los términos liberales de la «división de poderes»: «El populismo no es sino el deseo de instituir una instancia real (da igual que sea real o imaginaria) que esté por encima de las leyes que constituyen el terreno de juego imprescindible de toda democracia. La consecuencia lógico-política de ello es la que extrae el liberalismo moderno: la división de poderes».

Esta interpretación que da Ruiz Zamora no solo es errónea, porque las mismas leyes son siempre un resultado político de la propia democracia, sino además profundamente anacrónica. El límite de anacronismo se alcanza cuando afirma que: «todo el pensamiento político tanto de Platón como de Aristóteles puede considerarse como una revuelta teórica contra las consecuencias del populismo». Platón y Aristóteles no podían ser antipopulistas, porque, para que el populismo cristalizase históricamente, era necesario que hubiese primero formas «elitistas» de democracia indirecta (a partir del siglo XIX), y el concepto sociológico moderno de «élite» (Vilfredo Pareto, Charles Wrigth Mills, Pierre Bourdieu) que proyectar sobre ellas al analizarlas, para inmediatamente después proponer transformarlas en democracias más participativas, o al menos con unas élites menos aisladas de lo que sucede a su alrededor.

Más allá del anacronismo, quizá aún más sorprendente resulte, sin reconocerlo y bajo la pretensión de ser antipopulista, que Ruiz Zamora llegue a sostener una concepción típicamente populista de la vida política: «Me parece, por supuesto, que hay que empezar a preocuparse por esas élites de pijos, más bien indocumentados en términos intelectuales, que tienen la desfachatez de decirnos [a nosotros, el pueblo] qué debemos pensar, qué tenemos que hacer y qué nos cabe esperar». Sin embargo, parece sentirse en la obligación, justo después, de añadir: «pero la resistencia crítica contra esta gente, siendo perentoria, no tiene nada que ver con el populismo». Cuando la verdad es que sí tiene que ver con el populismo, y mucho. Y Ruiz Zamora, tras plantear la oposición entre pueblo y élites en términos de una contradicción, añade también, de nuevo contradiciéndose: «No concuerdo, sin embargo, con la disyunción populismo/elitismo, aunque si me obligaran a elegir yo me decantaría por el último término».

En cuanto a la distinción de valor entre un populismo de izquierdas y un populismo de derechas, y que Quintana Paz interpretaba en términos de una oposición entre el idealismo político del de izquierdas (que apela a un «pueblo por construir»), y el realismo político del de derechas (que se basa en los rasgos del «pueblo real»), se podría añadir además que no sólo esta diferencia es ante todo la que va del error a la verdad, sino que el populismo de izquierdas es además incoherente en sus planteamientos, y bastante elitista sin advertirlo. Y es que las propuestas prácticas de los antielitistas de izquierdas emanan directamente de las facultades de ciencias sociales de las mejores y más caras universidades de todo el globo terráqueo, que, sumándose a los coros de «concienciación» financiados por la plutocracia globalista, les indican a españoles de familias obreras cómo tienen que comportarse, que lo suyo es «masculinidad tóxica», que la verdadera «identidad de género» de sus hijos, reprimida por la «heteronorma», quizá sea «no binaria», o que están «racializando» y «colonizando los cuerpos» de los magrebíes que peligrosamente van inundando poco a poco los barrios donde han crecido y vivido desde niños, al tiempo que aumentan la inseguridad y la delincuencia en las calles.

Por el contrario, resulta llamativo que la única diferencia positiva que Ruiz Zamora, un poco antes de desmarcarse del partido Vox (¿por qué debía mencionarlo?), encuentra en el populismo de derechas sobre el de izquierdas sea «su mayor respeto al ordenamiento jurídico». Y esto con independencia de los contenidos de tal ordenamiento, es decir, de cuáles sean esas leyes; incluso si se trata de leyes que condenan a España a un estado de división autonómica en una veintena de Reinos de Taifas, a su virtual fragmentación o a un colapso energético deliberado con la esperanza de frenar el «cambio climático», como exige la Agenda oficial 2030. Sin duda, pueden encontrarse en esta valoración ecos del pensamiento «moderado» o «centrista», que no es sino un efecto inconsciente de la hegemonía cultural del PSOE, y que, ante el inminente peligro de destrucción de España, en lugar de clamar «¡España!», clamaba desde el PP o Ciudadanos: «¡La Constitución!».

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