THE OBJECTIVE
Aloma Rodríguez

La mudanza y el expurgo de la biblioteca

«Hay un montón de libros que no puedo tirar ni vender ni donar»

Opinión
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La mudanza y el expurgo de la biblioteca

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Cada nueva mudanza provoca un nuevo expurgo de mi biblioteca que, desde que me independicé, solo ha crecido porque dejé en casa de mis padres los libros más importantes seguramente. La casa de la avenida de Goya, en Zaragoza, tenía tres billies cubriendo una pared de una habitación que terminé de montar el verano en que murió Sergio Algora. Me acuerdo porque una amiga me dijo que tenía que recolocar los muebles para que la tristeza no se quedara encerrada y le hice caso: coloqué la mesa bajo la ventana y el escritor Fernando Sanmartín, que acaba de publicar un hermoso y breve poemario Evitar la niebla, en Papeles mínimos, siempre me decía que me veía desde el autobús. Esas billies albergaron pocos libros que fueron empacados y trasladados a Madrid, al piso de la calle Príncipe, 9, en que pasamos dos años. Allí, en ese apartamentito –donde celebramos una fiesta que acabó con la policía llamando a la puerta por las quejas de un vecino– había unas baldas que recorrían de arriba abajo una estrechísima pared. Apenas cabían libros.

En la siguiente casa encargamos un mueble que cubría una pared, está sí, bastante larga, también de arriba abajo. Me obsesioné con un detalle: las billies tienen demasiado fondo, le explicaba a mi novio, así que acaban acumulando polvo o llenándose de cacharros un poco absurdos: un muñeco gracioso, el llavero con la miniatura de la puerta de Brandemburgo que trajo su sobrino de su viaje a Berlín, un tintero de cerámica que me regalaron los padres de un amigo cuando murió, un dibujo, la foto con mi madre y mi hermana, una piña que recogí en el Retiro… un basurero, vaya, aunque con carga sentimental. Así que pedí que la estantería que nos diseñaban tuviera poco fondo. Me hicieron caso. Pero no he conseguido evitar que haya trozos de baldas en los que sea tentadoramente fácil dejar libros mal puestos, un florero, una especie de robot de madera o una caja donde acumulo todo tipo de cosas –cuadernos, los celos especiales, cartas de papá Noel y el diario que hicimos la Navidad de 2019, además de unos cascos de iPod (nostalgia de los primeros 2000, quizá) y el collar que le regaló mi amiga Maribel a mi hermana pequeña–.

Esa estantería quedó corta cuando empecé a recibir más libros y a tener más dinero para comprar más libros. En el piso al que nos mudamos cabe, pero no las otras que tuvimos que comprar –con esas maderas, mi novio ha hecho la isla de la cocina–. Meto los libros en cajas, pongo cosas para creerme que sabré qué hay en cada caja. Es fácil en la estantería grande: todo mezclado, orden alfabético por autor. Fantaseo con hacer separación por género en el piso nuevo y llevar la poesía al baño. La cosa se complica cuando llego a las baldas-limbo: libros que tal vez leería si tuviera tiempo. Balda-deseo: libros que quiero leer no necesariamente para monetizar su lectura de manera inmediata, así que cada vez hay más y cada vez veo más lejos que llegue el momento de leerlos. Hago montones: para donar, para vender, para llevar al cole de los niños, para devolverle a mi padre, para llevar al trastero, ¿para tirar? Hay un montón que son los libros que no puedo tirar ni vender ni donar. ¿Libros de compromiso? Está el libro que le compré al escritor con que compartí una charla hace nueve años en La Laguna. Me pregunto si estará alguno de mis libros en las baldas de compromiso de alguien. Si es así, no sufras, deshazte de ellos, de verdad que no me voy a molestar ni aunque me entere. 

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