THE OBJECTIVE
Benito Arruñada

Ética de Purgatorio

«La amistad es natural, pero primitiva. La civilización necesita del derecho penal para superar esa naturaleza primitiva»

Opinión
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Ética de Purgatorio

José Antonio Griñán | Carlos Márquez (Europa Press)

Se quejan algunos de que nuestra sociedad occidental y posmoderna ha perdido el rumbo moral. Cierto que no sólo ha perdido el rumbo sino la confianza en sí misma. Pero hay muchos indicios de que nunca ha sido tan moralista. Lo que sucede es que nunca en los últimos siglos o quizá milenios nuestra moral ha sido tan emocional, nunca se ha basado en impulsos tan irracionales y primitivos.

No se trata sólo de que la nueva izquierda esté infectada de odio y falsa compasión en el terreno social, y de animismo en su visión del clima y su trato con los animales. Tampoco de que la nueva derecha sólo reaccione con aspavientos, entre aturdida y escandalizada. Es que, hoy en día, hasta nuestros racionalistas más regenerativos nos hacen trampas emocionales. Por ejemplo, pretenden que les respetemos cuando piden el perdón social para sus amigos, un perdón que nos devolvería a la sociedad de estamentos desiguales del Antiguo Régimen.

«Nuestro instinto tribal nos lleva a castigar más al que, tras apropiarse de lo ajeno, se lo gasta en comprar casa en Suiza»

El fenómeno es notorio estos días a cuenta del indulto al Señor Griñán. Como saben, no sólo sus correligionarios sino 4.000 nobles quieren que le perdonemos por haber presidido y autorizado el mayor caso de corrupción de la democracia. Entre las excusas de semejante indulgencia, la de más enjundia es la que distingue entre quien desvía recursos para sí o para repartirlos. Sobre todo por su consecuencia: el que, entre esos nobles, puedan figurar algunos santos futuros, dispuestos a sacrificar en vida parte de sus propios méritos para librar del purgatorio a su amigo pecador.

Nuestro instinto tribal nos lleva a castigar más al que, tras apropiarse de lo ajeno, se lo gasta en comprar casa en Suiza. En cambio, quien roba para repartir puede alcanzar buena fama, sobre todo si reparte dádivas en plan pedrea. Pero, atención, en la sociedad actual, alejada del estado de necesidad en el que sobrevivieron nuestros ancestros y en el que se conformaron esos instintos, no está nada claro que robar para apropiar sea más dañino que robar para repartir. Máxime cuando el supuesto reparto se hace para comprar votos, pagar adhesiones o financiar las campañas de un partido, configurando un estado clientelar donde el robo pasa a ser estructural.

«Es preferible pagar un solo soborno al capo de tuti capi que diez sobornos a una serie de capos menores»

Sucede que esta corrupción con disfraz distributivo es más implícita, menos visible, y por ello despierta menos pasiones; pero, por eso mismo, suele ser socialmente más dañina. Suele disponer toda una cadena de corruptos, cada uno de los cuales carga en cascada su correspondiente gabela. Con tantos niveles, la ineficiencia y las rentas extraídas exceden los de una corrupción más centralizada. Es preferible pagar un solo soborno al capo de tuti capi que diez sobornos a una serie de capos menores: un solo monopolio sube precios, reduce la producción y extrae rentas a quienes sirve, pero varios monopolios en cadena multiplican los daños.

Además, el propio disfraz sustrae recursos del proceso productivo, como sucedió en el caso de los ERE con varios cientos de personas que fueron jubiladas de forma fraudulenta. No sólo es dañino el aspecto distributivo de que cobren una renta que no merecen. También lo es, en cuanto a lo productivo, el que muchos de ellos dejen de trabajar.

«En general, toda corrupción genera efectos de ambos tipos, distributivos y productivos, frente a los que instintivamente reaccionamos de forma diversa»

En general, toda corrupción genera efectos de ambos tipos, distributivos y productivos, frente a los que instintivamente reaccionamos de forma diversa. En el entorno ancestral de extrema necesidad, los distributivos eran muy graves porque conducían a la muerte. Lógico que nuestra mente, cuya biología apenas ha tenido tiempo de evolucionar, tienda a detestar más a quien roba para sí. Ello a pesar de que hoy en día los efectos distributivos sean menos graves que los productivos; y aunque quien roba para sí derroche menos recursos que quien pretende robar para repartir.

Esta diferencia en emociones ancestrales, puro primitivismo, es la coartada que late tras el apoyo que hoy reciben nuestros principales corruptos de sus nobles amigos. Cuando éstos son santones intelectuales, no sólo se arriesgan a agotar sus méritos y quedarse a las puertas del paraíso. Lo peor es que ponen en peligro el derecho penal, el «sombrero cultural» con el que vestimos nuestro desnudo cerebro para trascender esos atavismos mal domesticados. Algunos verán como atenuante el que practiquen su vicio entre nosotros, por lo arraigado que aún está en las Españas más antiguas esta amicitia con tráfico de méritos e indulgencias. Pero ese regionalismo sólo explica sus lamentos, no los justifica. Para los 68.666 plebeyos que querríamos convivir en libertad e igualdad no es un atenuante, sino un agravante.

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