THE OBJECTIVE
Antonio Caño

Fatiga democrática

«No existe actualmente en el mundo un sólo país democrático que sirva de inspiración para quienes luchan por salir de la dictadura»

Opinión
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Fatiga democrática

Fatiga democrática.

Una democracia con tanta energía y vitalidad en otros tiempos como la de Israel está a punto de quedar en manos de nuevo de Benjamin Netanyahu, acusado de corrupción y que ya ha sido primer ministro dos veces, la primera de ellas hace 26 años. También en estos días, otra democracia gigantesca, la de Brasil, se ha librado de un patán de extrema derecha, pero sólo para poner en su lugar al mismo presidente de hace 19 años, cerca de ser octogenario e igualmente culpable de corrupción.

En todas las esquinas del planeta la democracia ofrece síntomas de agotamiento. No es sólo que en la última década hayamos asistido al surgimiento de líderes populistas tanto en la izquierda como en la derecha, es que son muchos los países en los que el sistema democrático se muestra incapaz de contenerlos, incapacitado para ofrecer alternativas convincentes y eficaces.

La lista es larga y variada. Llevamos meses asistiendo al progresivo deterioro de lo que fue el mejor modelo de democracia parlamentaria, el Reino Unido. La gran potencia sobre la que se ha asentado el predominio de Occidente en el último siglo, Estados Unidos, languidece con un presidente sin el vigor que la situación requiere y parece abocada a regresar a la pesadilla de Donald Trump, un paso de imprevisibles consecuencias.

Una democracia tras otra apuesta por soluciones radicales, como en Italia, o regresa a viejas fórmulas ya fracasadas, como Argentina. Incluso un país que parecía votar por la juventud y el cambio, como Chile, lo hace con discursos divisorios y en compañía de una fuerza de tan dudosa vocación democrática como el Partido Comunista. México, que cruzó una dolorosísima travesía para salir del priismo, ha regresado a lo peor de ese modelo. La mayor democracia del mundo, India, se ha convertido en un régimen nacionalista. Turquía, que un día fue un foco de esperanza democrática en el mundo islámico, está presidida por un autócrata. Las dos grandes referencias europeas, Francia y Alemania, son motivo de preocupación, tanto por las dudas sobre lo que ocurrirá después de Macron como por la añoranza de Merkel. Hasta las idílicas democracias escandinavas, donde crece el sentimiento anti inmigración, se hacen menos atractivas.

En España se produce un deterioro, digamos, de baja intensidad, pero apreciable. El Gobierno trata de poner las instituciones a su servicio para perpetuarse en el poder, la oposición incumple su obligación de permitir la renovación de los mandos judiciales y los partidos que dirigen Cataluña desobedecen constantemente las leyes y la Constitución sin que por ello pierdan su condición de aliados favoritos del Gobierno de la nación. 

«La democracia ha dejado de ser el modelo dominante y su futuro está en peligro»

No existe actualmente en el mundo un sólo país democrático que sirva de inspiración para quienes luchan por salir de la dictadura. Es como si el encanto de la democracia se hubiera difuminado, como si su poder de seducción hubiera desaparecido. Sus instituciones se ven hoy frágiles, incapaces de garantizar los derechos de las personas y, mucho menos, de fomentar la riqueza. Ha prendido entre muchos ciudadanos la propaganda que vincula la democracia con la desigualdad y que atribuye a este sistema una supuesta sumisión a las élites económicas o las fuerzas oscuras.

El resultado es que la democracia ha dejado de ser el modelo dominante y su futuro está en peligro. Los gobernantes que someten a sus pueblos a la persecución y el hambre no tienen motivo de preocupación. Daniel Ortega o Nicolás Maduro pueden dormir tranquilos, sin el menor riesgo de que su poder se vea desafiado desde dentro o desde fuera. Las mujeres que se juegan la vida por su libertad en Irán no encuentran en ningún lado el apoyo que merecen. Nadie se acuerda hoy de Afganistán, donde los talibanes celebran el cierre de los colegios de niñas.

China nos ofrece en directo sus purgas sin que ello reduzca en lo más mínimo su influencia mundial. Al contrario, el capitalismo autoritario se ofrece abiertamente al mundo como recambio al cansado Occidente y los líderes de esta región hasta ahora dominante acuden raudos a Pekín a reconocerle esa posición. Putin quiso ir más lejos y más deprisa. Tal vez se precipitó al calcular la debilidad de Europa, todavía sometida a prueba, ya sea por el frío o por la confusión de sus círculos progresistas, incómodos de estar en una guerra del lado de Estados Unidos.

Hubo un tiempo en el que el muro de Berlín separaba la democracia del autoritarismo, el bien del mal, el futuro libre del pasado esclavizado. Cuando cayó, la anomalía de la dictadura pareció derrotada y la causa democrática se extendió casi hasta las puertas del Kremlin. Décadas después, sin embargo, el autoritarismo ha alcanzado nuevo impulso disfrazado de populismo, de nacionalismo y, en ocasiones, hasta de progresismo. Mientras, las democracias observan sentadas en un rincón, con claros síntomas de fatiga.

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