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Benito Arruñada

Adiós a la Constitución

«Una Constitución abierta proporciona adaptación; pero, cuando ésta es unidireccional e irreversible, supone su derogación encubierta»

Opinión
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Adiós a la Constitución

Adiós a la Constitución.

A muchos españoles les asombra que Pedro Sánchez, presidente de un Gobierno cuyas principales decisiones han sido declaradas inconstitucionales, no pierda ocasión de acusar a la oposición de situarse fuera del consenso constitucional.

Entre esos españoles críticos, es opinión extendida que el Sr. Sánchez no cree lo que dice y que con estas diatribas tan sólo hace demagogia. Apoya esa idea lo endeble de su argumento. Por ejemplo, el pasado martes, durante el aniversario de la Constitución, achacó a la oposición la falta de acuerdo para renovar el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y el Tribunal Constitucional (TC), como si fueran los partidos y no las Cortes los obligados a renovar esos cargos.

Pero es una opinión errónea, o al menos incompleta. Desgraciadamente, la visión de Sánchez encaja en la interpretación que su propio partido ha hecho de la Constitución desde el mismo momento en que ésta se promulgó; y, sobre todo, en el uso que ha hecho de ella desde entonces.

Ante los planes de derribo institucional en curso, es justo preguntarse si el PSOE y su cerebro el PSC han valorado nunca la Constitución como un consenso de mínimos convivenciales (i.e., qué derechos son inviolables y qué salvaguardias intocables), o, más bien, como una victoria de su ideología y un procedimiento útil para extender progresivamente su aplicación.

Tras el referéndum constitucional, el diario El Socialista, editado por el PSOE, titulaba en portada: «Se ha producido la ruptura: ¡VIVA LA CONSTITUCIÓN! Fracasó la derecha. La izquierda sacó adelante la Constitución» (sic).

No le faltaba razón. Por un lado, la Constitución no se conformaba con regular procedimientos y garantías para asegurar los derechos civiles y la convivencia, como hacen las naciones más pragmáticas. Henchida de idealismo legislativo, nuestra Constitución también consagraba un amplio abanico de derechos positivos, individuales y colectivos.

En el plano económico, el texto constitucional ya otorgaba una insólita prioridad a los derechos sociales distributivos (como el de huelga o sindicación) mientras que postergaba y condicionaba los productivos, esos que los glosadores tildan de meramente económicos, como sucede incluso con el derecho al trabajo, por no hablar de los derechos a la propiedad y a la libertad de empresa. Además, encargaba al estado la tarea de velar por la satisfacción de una larga lista de necesidades, desde la educación a una vivienda digna.

Por otro lado, el alcance de su orientación socializante —al igual que el de su orientación autonómica— quedaban notablemente abiertos, lo que en principio podría permitir concretarlos de forma más o menos social y más o menos descentralizada.

«Lo deseable es que las constituciones cambien poco y duren siglos»

En este sentido, la queja de los adanistas que no votaron la Constitución no sólo olvida que lo deseable es que las constituciones cambien poco y duren siglos. La queja es, además, falaz porque la Constitución de hecho se ha ido reescribiendo desde entonces con las decisiones, dilaciones y silencios del TC.

Los mismos editorialistas de El Socialista ya lo anticipaban en 1978 cuando «considera[ban] esta Constitución marco válido… para la construcción pacífica del socialismo democrático». Si miramos al pasado, vemos que les ha cundido. Tras desactivar pronto la separación de poderes (1985), con el solo freno de la condicionalidad europea, y tanto en la década de los años ochenta del pasado siglo como en la segunda del actual, la Constitución ha acogido un intervencionismo creciente de las administraciones públicas, el cual limita más y más la propiedad privada y la libertad contractual y de empresa. En el plano autonómico, una vez descartado en 1983, de forma tan idealista como ingenua, el intento racionalizador de la LOAPA, el estado se ha borrado de gran parte del territorio, tras haber transferido o delegado a las comunidades autónomas la gestión de una multitud de servicios públicos de titularidad y exclusiva competencia estatal. Por último, la Constitución ha acogido también una desigualdad flagrante de derechos civiles entre ciudadanos por razón de su residencia, de su sexo y quizá pronto de su «género».

Conste que es legítimo construir el socialismo de todos los partidos, el federalismo asimétrico o las ensoñaciones identitarias de nuevo cuño. Pero siempre que esa construcción no colisione con las restricciones constitucionales, con ese mínimo de derechos protegidos que debe asegurar la soberanía, la igualdad y la convivencia de los españoles.

En teoría, la adaptación constitucional puede incluso ser valiosa si permite probar alternativas y ajustarse a los cambios. Cierto que, para que funcione, debe poder ajustarse en distintas direcciones, más o menos socializantes, autonómicas o identitarias. En la práctica, la mejor manera de saber si se cumplen tales condiciones es atender a si, de hecho, los cambios son o no reversibles.

En este punto, comparten responsabilidad la derecha, por su incomparecencia, y la izquierda, por su falsa superioridad moral. Es un hecho que los gobiernos de centroderecha, incluso cuando así lo habían prometido y tras lograr mayorías suficientes, nunca han emprendido un programa legislativo corrector del rumbo que hoy nos sitúa al borde del colapso. En cuanto a la separación de poderes y hasta ahora mismo, han cooperado con el PSOE para corromperla. En cuanto a lo económico, los gobiernos del Sr. Aznar se limitaron a privatizar sin liberalizar, y los del Sr. Rajoy a reformar lo mínimo que le permitía Bruselas. En lo autonómico, ningún otro Gobierno hasta el actual había desmontado tanto al estado como lo hizo el primero de los de Aznar. Tampoco consta que el PP se haya propuesto nunca asumir alguna de las competencias de titularidad estatal.

Ante esos hechos, palidece el que la izquierda y el separatismo suelan negar a la actual oposición autoridad moral para legislar en sentido contrario a los supuestos avances progresistas, autonómicos e identitarios. Es cierto que, incluso tras las modestas reformas que impuso la Unión Europea en 2012, parte de nuestra izquierda se descolgó del consenso constitucional. Y que los mismos que hoy premian a los golpistas de 2017 tachan de inconstitucional toda propuesta centralizadora.

Pero no culpen a quienes aplican y defienden sus ideas, por muy insensatas que éstas le parezcan. En especial, no debe culparlos quien, cuando está en posición de legislar en su contra, no se molesta en hacerlo. Menos aún quien apoya su plasmación legal o extiende su aplicación.

«Por la acción de unos y la omisión de otros, la Constitución se ha desplegado con un efecto trinquete»

En consecuencia, por la acción de unos y la omisión de otros, la Constitución se ha desplegado con un efecto trinquete, ese mecanismo que permite a un engranaje girar hacia un lado pero le impide hacerlo en sentido contrario. Este carácter irreversible indica que, por la vía de los hechos, hemos asistido ya a una reforma constitucional encubierta. Una lenta pero radical reforma constitucional.

Todo ello tiene ya graves repercusiones en el presente, sobre todo por violar la igualdad de derechos civiles; pero, si miramos al futuro, los peligros aumentan. No conforme con reescribir el Código penal a las órdenes de sus amigos, el actual Gobierno está empeñado en copar el CGPJ y el TC, borrando todo atisbo residual de separación de poderes. Como consecuencia, un Gobierno alternativo estaría maniatado incluso para defender la unidad nacional ante futuras aventuras secesionistas. La reforma constitucional en ciernes será de hecho igual de irreversible, pero más rápida, profunda y radical.

Si estoy en lo cierto, los demás españoles debemos declarar incumplido el pacto de la Transición, renegar de una Constitución que ya han convertido en papel mojado y proponer su reforma en el marco de un nuevo pacto constitucional que garantice la representatividad de sus teóricos representantes y la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Igualdad que ha de incluir la de sus derechos políticos, hoy al albur de que tengan unas u otras ideas, de que residan en una u otra provincia o de que nazcan con unos u otros cromosomas.

No parece que quienes hoy lideran los partidos de oposición sean conscientes del trance, pues ni siquiera son capaces de coordinar sus esfuerzos. De seguir sin enterarse, pronto les superarán los acontecimientos.

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