THE OBJECTIVE
Guadalupe Sánchez

Ser hermano de

«Con Ayuso llevan tiempo intentado lo que consiguieron contra Barberá: deshumanizarla y convertirla en la receptora de toda clase de ignominias»

Opinión
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Ser hermano de

La lona colgada en el distrito de Salamanca. | Europa Press

Es sobradamente conocido el gusto de los de la formación morada por la política visceral, ésa que intenta apelar no a nuestra razón sino a nuestras tripas. Recurren a la victimización de forma manifiesta y constante, en un intento patético de que nos alineemos con sus líderes y propuestas. Pero como no puede existir una víctima sin su correspondiente victimario, han ido señalando durante estos años a quienes consideran los causantes de todos sus males: la derecha, el patriarcado, los poderosos, los carnívoros, los ricos, los empresarios, los turistas o los «cayetanos» están entre sus colectivos fetiche. Es cierto que nada une más al grupo que la asunción de la existencia de un enemigo común al que deshumanizar. 

El problema aparece cuando se cae en el error de identificar al colectivo hostil con un individuo concreto, en este caso un ciudadano anónimo, pues la personalización es la antesala de la humanización. Lo que sucede entonces es que, en lugar de generar empatía hacia la autoproclamada víctima, lo que se provocan son náuseas. 

Podemos ya no engaña a nadie. Todo el mundo ha visto que son como esos matones de los colegios que, tras golpear a otros niños en el patio, se plantan ante la maestra llorando a moco tendido porque los demás les tienen manía. No es que tras tirar la piedra escondan la mano, sino que se visibilizan como los receptores de la pedrada. La estrategia electoral en la Comunidad de Madrid, recurriendo a la imagen del hermano de Isabel Díaz Ayuso como eslogan de campaña, es buena muestra de lo que les digo. 

Todos recordamos cuando, en pleno debate sobre las infaustas consecuencias de la ley del sólo sí es sí, una diputada de Vox manifestó a Irene Montero en el Congreso que su único mérito para llegar al Ministerio era ser la «mujer de». La hiperventilación melodramática que protagonizó fue merecedora de un Goya a la mejor interpretación femenina. Aprovechó el suceso para autoproclamarse víctima de la «violencia política», que es algo que no sólo sucede cada vez que alguien le recuerda su relación sentimental con Pablo Iglesias, sino también cuando es receptora de calificativos como inútil o incompetente. 

Cualquiera diría que ven la paja en el ojo ajeno, pero no la viga en el propio. Porque si recordar a una ministra su relación sentimental con un exvicepresidente del Gobierno y personaje mediático puede calificarse de violencia política, entonces el señalamiento a ciudadanos de a pie desde el Gobierno y las instituciones merece una denominación de mayor entidad. Cierto es que no es la primera vez que linchan a alguien inocente y anónimo —y me temo que no será la última—. Lo hicieron antes con los chavales del Colegio Mayor Elías Ahuja o con los padres falsamente denunciados por las «madres protectoras». 

Pero si la motivación que les movió en esas ocasiones era exclusivamente la de generar polémicas artificiosas en la medida en que contribuían a respaldar su relato político, en el caso de Tomás Díaz Ayuso se suma su animadversión profunda hacia su hermana. Ayuso siempre ha sido la presa más codiciada no sólo para sus rivales políticos, sino también para miembros de su propio partido. Fue el baluarte de la oposición contra el Gobierno en la pandemia y se ha erigido por méritos propios en uno de los referentes políticos contra la tuneladora institucional del sanchismo. 

«Los linchamientos sociales de ciudadanos anónimos promovidos desde las instituciones son un síntoma inequívoco de la degradación democrática en la que estamos inmersos»

Con Ayuso llevan tiempo intentado lo que consiguieron contra Rita Barberá: deshumanizarla y privarla de su dignidad, convirtiéndola en la receptora de toda clase de ignominias e infamias, que van desde la corrupción hasta el genocidio de ancianos. Pero como ella resiste, intentan quebrarla a través de su familia, concretamente linchando a su hermano.

Por mucho que lo acusen de corrupción, Tomás Díaz Ayuso jamás ha sido ni juzgado ni condenado. Tanto la fiscalía anticorrupción española como la europea concluyeron que no hubo nada irregular en su labor de intermediación en la adquisición de mascarillas por parte de la Comunidad de Madrid, por la que percibió una remuneración de la empresa con la que llevaba años manteniendo relaciones comerciales. No hay ni juicio ni sentencia que justifique el uso político de su rostro, bien sea estampándolo en una blusa o camiseta para exhibirlo en el Congreso o en un debate televisado, bien colgando una lona gigante en plena calle Goya. 

Por eso la turba intenta llevar la controversia al plano de la moralidad: allí donde no llega el Código Penal, que llegue el ajusticiamiento social.   A la gente de Podemos le parece reprobable que el hermano de Ayuso cobrase una comisión por realizar su trabajo. Se ve que todos los que obtuvieron algún tipo de ganancia económica por prestar servicios relacionados de alguna forma con la pandemia tendrían que haberlo hecho gratis. Curiosa la virulencia que muestran para demonizar el lucro ajeno mientras justifican el propio. Miren si no cómo aplauden a la ministra de Igualdad cuando espeta a una señora que le pregunta por la compra del chalé en Galapagar: ella y su pareja hacen con su dinero y el de la herencia de su padre lo que les  da la gana. Otro claro ejemplo de esa esquizofrenia discursiva que les caracteriza.

Por no hablar de que si de lo que se trata es de señalar a comisionistas por el mero hecho de serlo, ya están tardando en imprimir camisetas y pancartas con la cara del hermano de Ximo Puig, cuyas actividades lucrativas sí que parece que fueron remuneradas con dinero público y en cantidades nada desdeñables. Pero nunca es el qué, es siempre el quién. 

Sea como sea, los linchamientos sociales de ciudadanos anónimos promovidos desde las instituciones son un síntoma inequívoco de la degradación democrática en la que estamos inmersos. No deberíamos jamás olvidar que los poderes públicos tienen limitada la libertad de expresión cuando la ejercen frente a los ciudadanos privados. Ello es debido a la diferente posición en la que se encuentran los individuos y las instituciones públicas en cuanto al disfrute de las libertades de expresión: mientras aquellos gozan de libertad para criticarlas, las instituciones encuentran su actuación vinculada a los fines que les asigna el ordenamiento jurídico, entre los que no se encuentra el de atribuir calificativos a sus administrados, ni mucho menos imputarles conductas que podrían resultar delictivas. Esta espiral de ignominia tiene que acabar.

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