THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

Otras posibilidades

«Yotam Ottolenghi nos ha traído a casa, que es el Mediterráneo. Él nos ha enseñado la cocina del vecino y la nuestra propia, tan cercanas y similares, y los lugares que nos han hecho como somos».

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Yotam Ottolenghi | Instagram

La siesta y la pesca con caña desde las rocas son una forma de zenbudismo nacional que poco a poco –a la siesta me refiero ahora- hemos ido exportando. Hay dos tipos de siesta: la de invierno y la de verano. La primera suele transcurrir en el sofá o butaca y frente al telediario con el volumen más bien bajo. El cuello torcido y un potente dolor de cervicales son nuestro despertador, cosa que no ocurre en verano, donde la televisión no existe y la siesta es más larga y se practica desde la horizontalidad. Pero vayamos a la siesta de invierno, asediada y atacada por el mismo elemento que antes la favorecía: el telediario. Es tal la tosca intencionalidad de los informativos actuales que corremos peligro de soñarnos en agitada batalla al estilo de Uccello, o despertarnos frente a las puertas del Averno sin ser Dante ni tener la compañía de Virgilio. O sea, hechos un trapo y sin posibilidad de sacarle rédito artístico o periodístico al asunto.

Esto ha provocado que para hacer la siesta con tranquilidad y despertarnos con cierta alegría hayamos buscado refugio en otros ámbitos, sin abandonar la televisión porque seguimos en invierno y cuando la abandonemos ya será para tirar el aparato a la basura. La 2, antes la Segunda Cadena, y más atrás el UHF, nos ha acogido –y si aún no lo ha hecho, pruébenlo: abandonen el telediario y se recuperarán a sí mismos- con la benevolencia de siempre y que dure. Antes eran documentales de vida salvaje. Ahora lo son de vida civilizada.

En unos meses hemos vuelto a disfrutar con Las recetas de Julie, con Mercados de Europa y con El Mediterráneo de Yotam Ottolenghi. Lo dicho: vida civilizada en pleno contacto y disfrute humano, sin mascarillas, ni distancias, ni prevención que valgan. Un mundo -qué digo un mundo, un universo- en el que se habla con naturalidad, sin palabros como grupo-burbuja, unidad familiar, hidroalcohólicos, distancia social… Donde se guisa, se tocan las frutas y las verduras, se siente el latido de la vida plena en los puestos del mercado y donde pescados y mariscos, vinos y especias, te invitan a ser más feliz. En estos programas está la vida que hemos perdido, esperemos que momentáneamente, y está, aunque sea encapsulado en un electrodoméstico, el espíritu de los que somos y no hemos de dejar de ser por mucha norma y lenguaje abstrusos que nos aconsejen o impongan. Otra enfermedad que han extraído de la enfermedad en sí.

Pero si con Julie, mientras estábamos confinados, hemos podido visitar las regiones de Francia y conocer sus especialidades e imitarlas –hasta la cocina de George Sand en Nohant, o de la tía Leonie de Marcel Proust en Illiers-Combray, hemos visitado-; si hemos conocido los mercados de Palermo, Viena o Roma; Yotam Ottolenghi nos ha traído a casa, que es el Mediterráneo. Él nos ha enseñado la cocina del vecino y la nuestra propia, tan cercanas y similares, y los lugares que nos han hecho como somos. Marruecos, Túnez, Turquía o Israel se han dado la mano con Córcega, Mallorca, Creta y Cerdeña. Entre cabezada y cabezada, digamos que cierta placidez y reconciliación con el medio se iban apoderando de nosotros hasta despertarnos con una sonrisa en los labios y el plan de cocina del próximo fin de semana revoloteando por nuestras cabezas. La vida, en fin, que ahora permanece aparcada en eso que llaman un no-lugar. Los paisajes elegidos, por cierto, entre la espectacularidad y la buena educación.

Conocí la existencia de Yotam Ottolenghi hace varios años, en casa del editor bordelés Olivier Demettre. Ottolenghi había publicado un libro donde perseguía el rastro y daba perfecta cuenta, receta tras receta, de la comida tradicional judía europea y asiática. Era un libro fabuloso que Olivier, cocinero antes que fraile, abría al atardecer y elegía lo que cenaríamos esa noche. Siempre cenábamos estupendamente y cada cena era una fiesta al final del día. (Existe una versión reducida de ese libro en la editorial Salamandra). Pero si en su propia tradición Ottolenghi es un maestro, en las improvisaciones de estos días sobre los platos mediterráneos que acababa de conocer no ha tenido sus mejores momentos y parecía perdido en un mero festival de colores. Por contra siempre le agradeceremos que mientras sesteábamos nos haya recordado la vida como era. Tanto él como Julie, de estilos tan contrapuestos, han parecido aquellos lectores clandestinos de Fahrenheit 451 que guardaban en su memoria la literatura del mundo antiguo. Mientras, en otras cadenas, campaban a sus anchas los gritos que impiden los sueños felices desde que el mundo es mundo.

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