THE OBJECTIVE
Jaime G. Mora

Papa Sorrentino

«Hay que tener la audacia de Sorrentino para filmar a todo un secretario de Estado vestido con la equipación completa, medias y botas incluidas, en el interior del Vaticano»

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Papa Sorrentino

Con la visita del Barcelona a Nápoles, para jugar los octavos de la final de la Champions, la prensa deportiva solo habló de que Messi por fin visitaba el escenario donde Maradona reinó a finales de los ochenta. El paso del delantero argentino por el Vaticano de Maradona, sin embargo, no tuvo demasiada trascendencia. El Napoli plantó un cerrojazo como los de la Guardia Suiza y el Barça apenas acertó a tirar una vez a portería entre una una batería de pases horizontales. El milagro se les quedó a medias a los napolitanos porque con ese disparo los de Messi empataron el partido. De nada les sirvió encomendarse al Dios Maradona y al cardenal Voiello, canonizado como un nuevo santo por los hinchas azzurros.

La culpa es del también aficionado del Napoli Paolo Sorrentino, ese director de cine que ha iluminado personajes tan singulares como el Jep Gambardella de La gran belleza o el particularísimo Andreotti de Toni Servillo en Il Divo. Con su serie sobre el papa no solo ha conseguido ponerle la casulla a Jude Law y John Malkovich, dos personajes más para incluir en la nutrida Wikipedia Sorrentino, sino que ha hecho de un papel secundario, el que interpreta Silvio Orlando, un nuevo icono pop. Hay que tener la audacia de Sorrentino para filmar a todo un secretario de Estado vestido con la equipación completa, medias y botas incluidas, en el interior del Vaticano. Así no extraña que entre las pancartas que exhiben los aficionados en el estadio del Napoli de vez en cuando se cuele una que dice: «Cardinal Voiello uno di noi».

En la serie de Sorrentino —The Young Pope y The New Pope, otro hito en la filmografía del autor italiano—, Voiello aparece retratado como un intrigante insuperable. Presume de ser el secretario de Estado más longevo porque cuenta con un archivo que ya querría para sí el comisario Villarejo, y eso le permite controlar todos los resortes del Vaticano. Es capaz de orientar las votaciones de los cónclaves, nombrar y destituir a cardenales e incluso de organizar (o no) el asesinato de un papa. Pero Sorrentino no sería Sorrentino si solo se quedara en lo maquiavélico. Al heredero de Fellini le pierde la estética y no se resiste a colar planos de Voiello leyendo el Corriere dello Sport o viendo el fútbol en la tele con la vestimenta negra de los cardenales. En una escena con mucho drama, a Voiello solo se le ocurre preguntar al pontífice si su equipo le dará alguna alegría: «¿Ha visto Su Santidad si el Nápoles ganará algún título?».

Sorrentino es un director travieso. En sus películas ha deformado con un realismo patético a figuras políticas como Andreotti o Berlusconi y lo mismo ha hecho con personajes de la alta sociedad italiana, pero estos planteamientos no son más que una mascarada para contar lo que de verdad le interesa: el lado cutre de sus compatriotas. Lo escribe en su libro Todos tienen razón: «Sudoroso y casposo, el adulto huye y casi siempre acaba despachurrado dentro de una mundanidad de cuarta clase. No es que la de primera clase sea mejor, que quede claro. Es solo una coraza de accesorios más caros y una insoportable afectación de la voz». Sorrentino tiene claro que la risa, el sarcasmo, es la forma suprema de la cultura.

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