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José García Domínguez

Para entender el laberinto catalán (y 6)

«El nacionalismo catalán contemporáneo se significa por gran heterogeneidad sociológica interna»

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Para entender el laberinto catalán (y 6)

Toni Albir | EFE

La independencia de Cataluña es un asunto casi exclusivamente de abuelos. Así, tal como revelaba hace poco Kiko Llaneras en El País, entre los electores locales con los cuatro abuelos catalanes, el 76% quiere la secesión del territorio para constituir una república soberana; mientras que entre los habitantes de la demarcación nacidos en algún otro territorio del resto de España solo comparte ese deseo apenas el 18%; tampoco quieren la independencia, siempre según datos del Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat, el 59% de los nacidos en Cataluña de padres no catalanes. Por lo demás, y de ahí el casi, también es un problema de dinero. Por eso, entre los habitantes de Cataluña más pobres, los que ingresan menos de 900 euros al mes, los contrarios a la independencia suponen ahora mismo una mayoría clara que llega al 56%; al contrario, entre el grupo de los ciudadanos con mayores rentas, la cohorte de los que ganan más de 5.000 euros al mes, los porcentajes se invierten; de ellos, un 55% desea la ruptura total con España, mientras que únicamente la rechaza de modo expreso el 43%. Datos, esos numéricos y tan recurrentes por lo demás, tan difíciles de conciliar con el relato, tanto el historiográfico como el mítico compartido por toda la izquierda peninsular, a propósito de la tradición anarquista, iconoclasta y revolucionaria de aquella Cataluña obrera y obrerista de cuando su capital, Barcelona, era conocida en el mundo entero por el sobrenombre de la Rosa de fuego.

Porque resulta en verdad arduo entender el proceso de cómo los nietos y bisnietos de aquellos proletarios libertarios que levantaban barricadas cantando el himno apátrida e internacionalista de la CNT-FAI han acabado vindicando causas tan manifiestamente mezquinas y solipsistas como, por ejemplo, la de las balanzas fiscales. Esa mutación tan extrema, la que va de una añeja tradición cosmopolita al presente dominado por un particularismo localista que se sitúa en sus antípodas, solo se puede aprehender constatando que 1960, la fecha de referencia que da inicio a la gran transformación demográfica de Cataluña con la llegada masiva de la inmigración peninsular, cerró un ciclo completo de la historia local, abriendo al tiempo otro radicalmente distinto. La Cataluña legendaria de las novelas de Eduardo Mendoza o de Ignacio Agustí desapareció, y para siempre, en aquel instante; la que nacería después, la del Pijoaparte de Juan Marsé, la actual, lleva el mismo nombre, sí, pero ya es por entero distinta, también para siempre. Uno de los tópicos más repetidos a cuenta del nacionalismo catalán[contexto id=»381726″] es el de que quiere encontrar sus raíces primeras y más profundas en el carlismo. Pero, si bien es cierto que el catalanismo se implantó con especial fuerza en los mismos territorios donde lo hiciera el carlismo, también procede admitir que nunca hubo más coincidencias.

Los unos postulaban una versión arcaica de España; los otros, acabar con ella. No obstante, sí compartían un rasgo común, que es, por cierto, lo que hacía al carlismo tan atractivo desde el punto de vista estrictamente estético. Me refiero a su dimensión tan popular e interclasista a un tiempo. El carlismo histórico fue una inopinada amalgama de aristócratas mezclados con pequeños campesinos paupérrimos y menestrales urbanos reunidos todos bajo una misma bandera, la de la reacción romántica contra la Modernidad. Y, salvando todas las distancias pertinentes, incluidas las estéticas, el nacionalismo catalán contemporáneo también se significa por una gran heterogeneidad sociológica interna, una diversidad que agrupa a estas horas al grueso del censo electoral con raíces autóctonas. Los carlistas rechazaban el mundo que surgió de la Revolución Francesa. Los nacionalistas catalanes, por su parte, no toleran el que emergió dentro de Cataluña tras la revolución demográfica de mediados del siglo XX. Los unos soñaban con el retorno imposible de la comunión espiritual, orgánica y teocrática propia del Antiguo Régimen; los otros, con el de una Cataluña, la muerta y enterrada que ninguno de ellos conoció jamás, una que acaso nunca haya existido fuera de su imaginación doliente, la homogénea lingüística, cultural y antropológicamente. Para los carlistas, el pasado no era otro país; para los nacionalistas catalanes, tampoco. Pero resulta que sí lo es. La enfermedad se llama, ya se ha dicho, romanticismo. Y no tiene cura.

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