THE OBJECTIVE
Juan Carlos Laviana

¿Para quién escribimos?

«¿Cuándo fue la última vez que, tras leer un artículo, creyó que había sido escrito en exclusiva para usted?»

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¿Para quién escribimos?

Andrew Neel | Unsplash

La tecnificación del periodismo nos ha hecho olvidar lo esencial: Para quién escribimos. El destinatario de informaciones y opiniones se ha colectivizado. Ya no hablamos del lector, del oyente o del espectador, sino de la audiencia, un magma difícil de identificar, que trae de cabeza a la baqueteada profesión de periodista.

No hace tanto, en las redacciones se imponía una obsesión por identificar al lector, por individualizarlo, incluso por personificarlo. “Tú piensa que esto lo va a leer el de la cazalla a las seis de la mañana”. El de la cazalla madrugaba mucho. Con la legaña puesta y resucitado por el aguardiente, se encaminaba a la obra mientras se enfrentaba al periódico del día. Este perfil del lector se lo debemos a Alberto Otaño, histórico redactor jefe del Diario 16 verdadero, que diría Luis María Anson si alguna vez hubiera dirigido ese periódico. El de la cazalla hoy ya no existe. El de la cazalla con probabilidad se ha despertado esta mañana con el móvil y un desayuno más healthy.

En las redacciones fin de siglo también se recurría con frecuencia a la figura de la madre. «Piensa que esto tiene que entenderlo tu madre», nos decían a los imberbes. Tu madre. No tu padre, o tu hermano o tu amigo. Ese «tu madre» seguramente tendría hoy un componente machista, ya que se daba por supuesto que la madre era la que  tenía menos nivel intelectual en la familia. Y uno se imaginaba a su madre dejándose los cuernos, una vez más, para comprender lo que su hijo había escrito. Sin duda sería maravilloso –amor de madre-, pero a ella le interesaba cero.

La forma de conocer los intereses del lector en aquella época era complicada. Los instrumentos de medición eran del tipo de contar los escasos pasajeros del metro que leían nuestra cabecera. O de comprobar en el quiosco cómo bajaban, o se acumulaban, los montones de ejemplares. Las cifras reales tardaban semanas en contabilizarse, cuando llegaba la devolución y, entonces, ya era demasiado tarde para reaccionar.

Recuerdo con especial cariño cuando nos ofrecían pistas los ruteros, aquellos correcaminos que se jugaban la vida en sus furgonetas llevando ejemplares a todos los rincones del país. Poned en portada –nos decían- algo de lo que haya hablado Informe Semanal la noche del sábado y ya veréis cómo vendéis más los domingos. Dicho y hecho. Solución científica y mágica. Hoy no serviría, porque los periodistas ya no se relacionan con los ruteros. Y, como el Informe Semanal ya no lo ve casi nadie, habría que llevar a portada los detalles del documental «Rocío, contar la verdad para seguir viva».

Además, hoy en día da igual lo que se ponga en portada. Nadie compra un diario por la portada o entra por la home, como no se cansan de repetir los gurús, borrachos de estadísticas. El ansia de los viejos periodistas por colocar su tema en portada solo sirve para satisfacer su propio ego. Vivimos el periodismo sin portada, es decir, sin jerarquización, sin orden ni concierto. Ya no somos nosotros los que decidimos la portada, sino  las redes sociales con sus tendencias o los algoritmos de los motores de búsqueda. Se acabó el banquete de noticias servido por un amable camarero y ordenado de forma metódica: entrante, primero, segundo y postre. Ahora las noticias se devoran en forma de buffet. Arrojamos las noticias sobre una mesa y el comensal las toma como Dios le da a entender. Lo mismo da empezar con la sopa que con el postre. Al final, se le olvidará lo que ha comido, qué le ha gustado más o menos, y tendrá una digestión pesada en la que la mezcla del pepino del gazpacho  y el mascarpone del tiramisú provocará nefastos efectos en el tracto intestinal.

Todo ello ha provocado en el periodista de hoy un estado de confusión que le hace olvidar para quien escribe. Así que cada cual decide escribir para quien más le interesa. Hay quien escribe para sí mismo, pero para ello,  es necesario un prestigio al menos del tamaño del ego. Hay quien escribe para exaltar a sus adeptos, ratificándoles lo que ya piensan, Hay quien escribe para sublevar a sus enemigos en un vano intento de hacerles cambiar de opinión. Hay, cada vez más, quien escribe para Twitter, olvidándose de su propio medio y echando carnaza a la jauría con el afán de convertirse en tendencia, de que su firma sea la marca y no su cabecera.

Y luego está la legión que escribe para quien le manda. De forma habitual le suelen exigir que escriba para las máquinas. Máquinas que nos prometen audiencias descomunales. Máquinas que dicen saber lo que interesa a los lectores. Máquinas que ofrecen coloridos gráficos de temperatura, que nos diferencian las noticias frías de las calientes. Máquinas que deciden si nuestros artículos deben ser destacados, si los debemos titular en forma de pregunta, de listado o de acertijo. Máquinas que deciden hasta qué palabras deben contener los titulares.

Máquinas inteligentes que lo saben todo sobre la audiencia y nada sobre el lector. Por más que traten al lector de tú, como si le conocieran de toda la vida, por más que le digan en tono imperativo «qué debes ver», «qué debes leer», «qué debes saber», usted lector es consciente de que esos artículos no están dirigidos a usted. ¿Cuándo fue la última vez que, tras leer un artículo, creyó que había sido escrito en exclusiva para usted? «Parece que ha sido escrito pensando en mí», proclamamos cuando nos encontramos una perla tan preciada como escasa. Es la mayor satisfacción del lector ante un periódico y se la negamos.

A mí, como lector, me ofende que me traten como parte de una masa informe, de una audiencia. Si voy a pagar por un artículo, necesito saber que está escrito para mí, que al leerlo voy a formar parte de esa «conversación íntima» que tan bien definió Eça de Queirós. Y, como periodista, me gustaría poner cara y ojos a mi lector –mi madre, mi novia o el de la cazalla-, porque para noticias robotizadas sobra el periódico. El lector ya dispone del pantagruélico buffet de las redes sociales para atiborrarse hasta el empacho.

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