THE OBJECTIVE
Lea Vélez

Pasar el trago

«Todo saldrá bien después de pasar el trago. Hasta se puede disfrutar del trago y convertirlo en otra cosa»

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Pasar el trago

Davide Pietralunga | Unsplash

He sido muchas personas a lo largo de mi vida. Cambiar de piel, como Madonna, no es algo sencillo, pero en mi caso, es necesario. No puedo concebir hacer lo mismo durante toda la vida, el mismo trabajo, el mismo hogar, las mismas rutinas, escribir los mismos libros, los mismos artículos, pintar de otro color las mismas paredes, bajar los mismos escalones y cocinar el mismo pescado para la eternidad, por corta que sea la breve eternidad de una vida entera.

Desde mi nueva atalaya en Gran Bretaña en la que soy tan diferente a la mujer que vive en España me dio por reflexionar sobre quiénes somos y entendí que somos con respecto al contexto, como los pulpos, que cambian de patrón y de color y son capaces de escapar de los encierros más enrevesados. El lugar, las relaciones con los demás, el clima, las costumbres sociales de un lugar nos cambian a la fuerza, a veces para mejor, a veces para peor. Por ampliación, un virus, una guerra, un cambio drástico de circunstancias, ha de convertirnos en otra persona y también, en otra sociedad.

Me fascinan los pulpos y su capacidad de mimetizarse con el paisaje, y nos fascinamos poco de la capacidad de adaptación del ser humano, de la velocidad a la que nos hemos acostumbrado a estos tiempos terribles y casi, diría, que a eliminar enormes avalanchas de incertidumbre.

Cuando murió mi marido y estaba sumida en ese lugar espantoso no era capaz de analizar por qué sentía cada cosa terrible que sentía. Qué era el duelo. Qué causaba ese horrible estrés, la angustia, la rabia, el miedo, la incertidumbre, la inmovilidad, la necesidad de quedarme bajo el edredón una hora, dos horas, toda la mañana mirando a la pared. Di palos de ciego, fui al médico, que me recetó antidepresivos. A la semana le dije: «no los quiero», «¿no funcionan?», «sí, este es el problema, me vuelven normal». Me gustaba saber, entender lo que estaba viviendo, lo que sucedía en la química de mi cuerpo, eso que me hacía sufrir melancolía y llorar y llorar y llorar. Sentía que llorar, que no funcionar, era mejor que funcionar artificialmente. Eran malos tiempos, bueno, pues así era el tema. Es lo que es y no lo que queramos que sea, no el pasado, no los abrazos, no sentir la respiración del otro en la piel. Tomate el trago, siente la amargura, entiéndela y deja de pelearte con ella. Haz de la amargura una amiga, úsala para escribir, sírvete un gin tonic e imagina que sabe a lo que sientes. Traga amargura con una sonrisa mientras lloras y lloras y lloras.

Por aquel tiempo alguien me dijo: tienes que empezar a amar la incertidumbre. No entendía que semejante cosa se pudiera conseguir. Pues se puede, somos pulpos y cuando solo hay incertidumbre, te acostumbras a ella. Nos acostumbraremos a ella. Ya nos estamos acostumbrando.

Un coach que hacía sus prácticas conmigo me preguntó: ¿Dónde te ves en diez años? No supe contestar. No sabía donde tenía la mano derecha, como para saber dónde estaría en diez años y fijar un rumbo. Cogí uno, uno cualquiera: «Me veo escribiendo novelas y siendo una autora respetada». Toma profecía autocumplida. Obviamente, no fue un deseo al aire, fue un trabajo en el que volqué todas mis ganas, mis pánicos y mis cábalas.

En ese momento, esa pregunta me ayudó a pasar la avalancha, a desenterrarme de algunas, no todas, las emociones que nublaban la vista y a perseguir un lugar emocional o físico, a saber. El miedo y la incertidumbre son los mayores nubarrones a los que nos enfrentamos como sociedad. La sociedad es una red de conexiones y estamos desgajados de ella. La muerte causa estragos, nos quita los velos con los que pintamos la vida para cumplir con una suerte de novela autopublicada en la que somos editor, personaje y paisaje. El virus y sus consecuencias han pintado un lugar en el que debemos aprender a vivir, pero nos han robado otro por el que aún no hemos hecho el mínimo duelo necesario. Paciencia. Tomemos cada día al tiempo, sin adelantar acontecimientos.

Este virus, sus efectos nocivos, han cambiado nuestro modo de vida al que deseamos aferrarnos y volver. Nos duele su falta porque somos con respecto al contexto y sin aquello que hacíamos, sin nuestras rutinas y abrazos, sin nuestro hablar alto, no estamos en la vida. El duelo por lo que teníamos es importante. Seamos conscientes de este dolor sin pastillas ni paliativos. Vivirlo es lo que toca, haciendo moda de una mascarilla.

Nos vemos a nosotros mismos como una especie destructiva, la especie que acabará con el planeta, la especie que tiene la culpa de todas las plagas, de acabar con el hábitat salvaje de los animalillos con coronavirus que se nos acercan pegándonos pandemias, somos responsables de acabar con los hielos, de acabar con la atmósfera y su capa de ozono. Nos vemos siempre desde un punto de vista moral, sin la necesaria distancia de un científico que simplemente observa a un animal extraordinario que sabe camuflarse y retorcerse y escaparse y enseñar a los demás el camino. Los pulpos tropicales enseñan a otros pulpos a esconderse en los cocos vacíos para protegerse de los depredadores. Nos juzgamos sin entendernos como especie, como animal, como grupo o como soledad hecha de ciertas químicas corporales. La realidad es que somos increíbles. Tenemos la vida dominada, nos lance la vida lo que quiera. La amargura es una mezcla de química, como la quina del gintonic. Todo saldrá bien después de pasar el trago. Hasta se puede disfrutar del trago y convertirlo en otra cosa.

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