THE OBJECTIVE
Josu de Miguel

Pasión por el ruido

«El Tribunal Europeo de Derechos Humanos sigue condenándonos por inacción de los poderes públicos para proteger a los ciudadanos frente a los daños que produce el ruido en sus moradas»

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Pasión por el ruido

Espero que no tengan la mala suerte de vivir en un piso de una calle que el ayuntamiento de su ciudad haya decidido peatonalizar. Vaya por delante que la llamada humanización de las ciudades, que implica la desaparición progresiva y quizá inevitable de los coches, me parece un avance como paseante. Sin embargo, puede que los habitantes de esas zonas urbanas dedicadas a la expansión del hedonismo y la economía de servicios no piensen lo mismo. Ellos saben bien que el rumor de las conversaciones, el chirrío de las sillas y mesas de las terrazas y la música de los comercios se meterán en sus casas y oídos para no abandonarles nunca más (siempre que una eficaz doble ventana no lo remedie).

Recientemente he leído un informe de la Organización Mundial de la Salud sobre el efecto del ruido en el ser humano: dolores de cabeza, alta presión arterial, crisis de ansiedad y trastorno inevitable del sueño. Si tienen algún amigo abogado seguro que les ha contado que ha llevado algún pleito de vecinos desesperados. La Unión Europea, el Estado, las Comunidades Autónomas y los ayuntamientos han regulado por extenso los límites del ruido. Son normas en teoría muy tuitivas que sin embargo no se aplican con rigor. Las quejas ante los municipios, que suelen proseguir con un silencio administrativo, terminan en el juzgado y, con un poco de suerte, con una indemnización leve que no hará que ni denunciados ni autoridades cumplan con la norma sin excepciones.

Por eso, el reconocimiento pionero del Tribunal Constitucional de un derecho fundamental al silencio en el año 2011, que engarza con la inviolabilidad del domicilio y la integridad física, ha quedado en gran medida como una ilusión positivista que nos pone de nuevo frente a la tradicional distancia entre norma y realidad. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos sigue condenándonos por inacción de los poderes públicos para proteger a los ciudadanos frente a los daños que produce el ruido en sus moradas. Claro está, el problema no es solo jurídico: se trata también de profundizar en una cultura cívica que, a través de los nudges o empujoncitos de Thaler y Sunstein, logre modificar comportamientos y equilibrar la lógica del mercado con la vida.

Este verano leí con deleite el libro de Alain Corbin (Ed. Acantilado) donde el historiador francés hace un repaso a las expresiones del silencio a través de exquisitas citas literarias. Expresiones que algunas veces desembocan en recogimiento, meditación, plegaria y creatividad. Corbin deja claro que el ruido es una característica de las sociedades desde el Renacimiento. Ahora bien, la gran novedad de nuestro tiempo es su hipermediatización, el incesante flujo de palabras y sonidos que se le impone al individuo y lo vuelve incluso temeroso del silencio. Temor gratuito si se compara con el terror que puede producir el anuncio de su ayuntamiento por el que manifiesta la intención de peatonalizar la calle donde vive. En tal caso, venda rápido y busque refugio en zonas que no sean de interés comercial y turístico.

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