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José Carlos Llop

Pentecostés

«Siempre he creído que la política española debería haber apostado por la enseñanza del patrimonio común, no sólo diferencial, que son las lenguas –todas ellas– en nuestro país»

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Pentecostés

Chema Moya | EFE

Uno de los momentos felices de los Evangelios –hay muchos de ellos, como los hay llenos de humor, piensen si no en el camello, la aguja y el rico, tan digno de Edward Lear como de Lewis Carroll– es cuando los apóstoles reciben el don de las lenguas para así expandir por el mundo el mensaje cristiano. Repito: es un momento feliz y el reverso benéfico de la maldición de Babel. He pensado más de una vez en esa felicidad al entender y hablar, mal que bien, otras lenguas, o al usar uno u otro diccionario, y tal vez por ser de un lugar bilingüe –cosa que considero una gran riqueza– siempre he creído que la política española debería haber apostado por la enseñanza del patrimonio común, no sólo diferencial, que son las lenguas –todas ellas– en nuestro país.

Iluso de mí, creía que la concepción de una lengua como tesoro patrimonial, empujaría a la política democrática no sólo a cultivar la particular de cada lugar en ese lugar, sino a hacerlo también en las zonas monolingües de España. O sea, que establecería un plan de estudios donde en esas zonas monolingües se obligara al aprendizaje académico de una lengua optativa entre el euskera, el catalán y el gallego. Y de esta manera, con los años, en cualquier parte de España se tendría la conciencia de que esas tres lenguas, además del castellano, son lenguas que pertenecen al patrimonio común de los españoles. Es decir, una forma de considerarlas y defenderlas como suyas y no sólo del vecino, cosa que es una perogrullada pero a veces no se entiende.

Todo esto, en teoría, no debería ir en demérito del castellano o español –sigo pensando que las otras tres también son lenguas españolas, al menos mientras España exista– como lengua vehicular, estatal o como quieran llamarla. Pensaba en eso, una vez más, la semana de la Ley Celáa y la visita del primer ministro italiano, Giuseppe Conte, a Mallorca, para entrevistarse con el presidente de gobierno e intentar un dribbling mediterráneo al cerrojo centroeuropeo en el estadio de la Comunidad Europea.

¿Cuántas lenguas y dialectos se hablan en Italia?: tropecientas. Veneciano, friulano, napolitano, siciliano… En fin, consulten wikipedia y verán… De volverse locos si se estableciera allí un plan de estudios como el que he planteado. Y sin embargo todos hablan su lengua local y nadie se pelea o quiere imponerla atacando el italiano como lengua vehicular, porque no lo consideran un perjuicio político y cultural para su otra lengua, tantas veces la materna. Nadie necesita de alambicados concilios que escondan el desprecio por el italiano. Ni siquiera los de La Liga Norte, que son separatistas. Visto desde aquí, parece un misterio. O no tanto, porque Italia es, en sí misma, patrimonio. Artístico y cultural –aunque hay más, claro– y ese patrimonio tiene más siglos, muchos más, que Italia misma como Estado moderno. Algo parecido a lo que ocurre allí con el cristianismo, que también es patrimonio de la sociedad italiana, más o menos creyente, pero lo es. Sigo con el premier italiano en Mallorca.

El miércoles, Conte quiso visitar la catedral de Mallorca, que es –y esto no es chovinismo– una de las más maravillosas del Mediterráneo, situada sobre las murallas frente al mar. Al entrar en ella, Conte se santiguó y aunque bautizado católico, yo no sé si a estas alturas Conte es creyente, o agnóstico, o ateo. Pero al entrar en un lugar sagrado del catolicismo se santiguó. Aunque sólo fuera por origen, respeto y buena educación, lo hizo: santiguarse. ¿Cuántos lo hacen ahora? Pues algo parecido ocurre con la lengua. Con las lenguas.

Volvamos a Pentecostés y pensemos que cuando se respeta una lengua, se respetan todas. Si no es así, es que el respeto hacia la lengua materna es pura estrategia o mejor no pregunte qué. O sí: haga una sola cosa: la próxima vez que visite Roma contemple una vez más el Foro Romano desde la colina capitolina. Cuando el sol va desapareciendo y todo adquiere una luz cremosa hasta que se encienden las luces, uno adquiere la conciencia física –no intelectual– de ser hijo del latín, la lengua ‘vehicular’ que hizo Europa. Pues eso.

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