THE OBJECTIVE
Enrique García-Máiquez

Personajes del año

El lenguaje es un espectáculo, y esconde —en la superficie, como en el cuento de Poe— verdades profundas. Se trata simplemente de fijarse en lo que decimos y ahí está, comprimida, toda la lección. Analicemos un ritual de estas fechas: la elección de los “personajes del año”.

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Personajes del año

El lenguaje es un espectáculo, y esconde —en la superficie, como en el cuento de Poe— verdades profundas. Se trata simplemente de fijarse en lo que decimos y ahí está, comprimida, toda la lección. Analicemos un ritual de estas fechas: la elección de los “personajes del año”.

Algo llama la atención al primer golpe de vista: casi todos son políticos (y políticas, por supuesto). Escama. Pero no debería, porque la misma etiqueta (en un sentido, además, literal: #personajesdelaño) avisa. Ante todo, son “personajes”, esto es, nos movemos en la esfera de la observación shakespeariana: “All the world’s a stage”. O dicho en latín, por Petronio, pero con la aquiescencia del gran William: “Totus mundus agit histrionem”. Si eligiésemos “personas del año”, nos saltarían todas las alarmas ontológicas, porque entraríamos en un terreno sagrado, reacio a las comparaciones y a las contrarrelojes de popularidad. Tratándose de personajes, la cosa se asemeja a la histriónica e inofensiva ceremonia anual de entrega de los Oscars o, más exactamente aún, a la de los Premios Max.

Encima, la coletilla “del año” lo desactiva todo todavía más. Quisiera ser un encomio, pero es una fecha de caducidad, sobre todo porque hablamos de los personajes del año… que se acaba. Y cuando nos ponemos estupendos y decimos, tratando de contrarrestar la ironía con la hipérbole, “personaje del siglo”, nos sale del fondo del almario el San Pablo que oponía el siglo a la eternidad.

Ahora bien, lejos de nosotros reírnos del rito. Bien está que haya personajes del año o del lustro o del lustre o del siglo, incluso. La semilla está, como da gusto recordar hoy, día de los Santos Inocentes, en la intrahistoria, en la intimidad y en el fecundo anonimato, pero el teatro del mundo tiene su interés, su morbo y, encima, es, más o menos, necesario. Shakespeare, del que acabábamos el año de su esplendoroso aniversario, sabía ambas cosas, y no dejó de divertirse con el escenario mundano, por más que la verdad fuese por dentro. Por fuera, show must go on, corriendo por las bandas.

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