THE OBJECTIVE
Fernando L. Quintela

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Habrá quien diga que deberíamos estar acostumbrados a imágenes como esta. Está loco o no ha salido de su acera. Un batallón de fanáticos con el poder en sus manos: un arma. Enfrente, otro batallón tumbado en el suelo esperando la muerte.

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Habrá quien diga que deberíamos estar acostumbrados a imágenes como esta. Está loco o no ha salido de su acera. Un batallón de fanáticos con el poder en sus manos: un arma. Enfrente, otro batallón tumbado en el suelo esperando la muerte.

Habrá quien diga que deberíamos estar acostumbrados a imágenes como esta. Está loco o no ha salido de su acera. Un batallón de fanáticos con el poder en sus manos: un arma. Enfrente, otro batallón tumbado en el suelo esperando la muerte. En este caso da igual su religión, condición social o económica. Su mayor fanatismo en ese instante es el de la vida a secas. Pura y simple, pero vida. Qué frustrante y difícil es encontrarte con un justiciero ante quien no es posible el menor razonamiento, ni la más pequeña súplica, ni una petición de clemencia.

Íbamos, en junio de 2006 por el oeste de África, siete personas dentro de un viejo Peugeot 504. Era la 01:30h de la madrugada del día dieciséis por las calles de Conakry. Desiertas y embarradas. Buscábamos un hotel para descansar un rato. De las siete personas cuatro eran negros y tres blancos, una mujer entre nosotros. 

Al subir un repecho, un militar nos dio el alto y se dirigió, kalashnikov en ristre, hacia la ventanilla del conductor. Asustado, no sabía ni qué responder a las balbuceantes palabras de aquél loco militar drogado. Entre gritos montó el arma ya cargada y nos ordenó bajar del coche mientras nos encañonaba. Separó a los blancos de los negros y nos puso de cara a una pared blanca. En mitad del miedo de ese momento que tan mala pinta tenía, Kay, uno de los negros, intentó huir corriendo, pero otro de los secuaces del loco lo atajó de una certera patada.

Yo le grité que no huyese. Le volvieron a poner contra la pared y con las manos en la nuca. Subió la tensión mientras la mujer que nos acompañaba trataba de hacer entender a los atacantes que lo que estaban haciendo “no es digno de un ser civilizado”. Esto les calentó aún más. Se me ocurrió en ese momento preguntar en voz alta, sin mirar a nadie “¿quién es el jefe?” y pedí que viniese a hablar conmigo. Mientras se acercaba, metí la mano en un bolsillo y agarré un billete de 50 dólares. Cuando el jefe llegó a mi lado, le saludé a la vez que le deslicé ese billete entre sus manos y le susurré una palabra: “please”. Sin mediar nada más, ordenó a los suyos dejar libres al resto y nos mandaron subir al coche y seguir nuestro camino.

Me da igual el tipo de fanatismo, ya sea político, religioso, deportivo o el que pueda estar movido por causas económicas. Lo cierto es que en muchas ocasiones les lleva a coger un arma y dejar un gatillo fácil para ajustar las cuentas que creen desordenadas. Cualquier tipo de fanatismo degrada hasta el infinito la condición del ser humano, que se presupone buena y bondadosa. 

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