THE OBJECTIVE
Carlos Mayoral

Pocos pero doctos libros

«La gente, desde las redes, propone novelas, películas, artículos, poemas, series o ensayos para pasar la cuarentena»

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Pocos pero doctos libros

Veo que la gente, desde las redes, propone novelas, películas, artículos, poemas, series o ensayos que les parecieron hermosos en su día, y que ahora comparten para que otros pasen debidamente la cuarentena [contexto id=»460724″]. Compruebo que conecto con muchos de esos títulos, y pienso en cuáles hubiera compartido yo si mi pudor lo hubiese permitido. Pienso en Alonso Quijano redactando el testamento, su Sancho en el cabecero: «No se muera vuestra merced, señor mío… que la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más». La lucidez había venido para quedarse, y con ella la muerte. Pienso en los habitantes de Macondo colocando etiquetas a todo lo que encuentran porque ha llegado al pueblo la terrible peste del olvido. La última de las etiquetas las colocó un hombre, con brocha gorda, por si acaso, en una de las paredes de la plaza del ayuntamiento: «Dios existe».

Pienso en Unamuno enfrentándose al narrador en «Niebla»: la vida es esto, una nebulosa; pienso en el Calisto y la Melibea de Azorín: se casaron, y ahora viven en una casa con huerto. Pienso en las calaveras de Larra, en esos hombres de talento natural a los que nunca les importó el «qué dirán». Pienso en la taberna aquella de Moratín donde se reinventó la unidad de espacio, en la salvación del Don Juan de Zorrilla, en la escalera de posguerra donde Buero expuso la historia. Pienso en Fortunata volviendo a ver al señorito San Martín, otra vez, no, no puede ser. En las campanas de Vetusta, la Ozores refugiándose de los insultos bajo los badajos, entre los muros de un campanario negro. Pienso en la magdalena de Proust, en las decenas de páginas que Joyce utilizó para glosar una paja, en el momento en que se jodió el Perú. Pienso en Anna Karenina observando sin atención las vías del tren, en los Karamazov lanzando al aire la moneda de la muerte. Pienso en las manzanas que se quedan adheridas al caparazón del metamorfoseado Gregor Samsa, en Castorp tarareando Der Lindenbaum antes de pisar la batalla, en Guillermo de Baskerville deslizándose por los pasillos de la Sacra di San Michele.

Pienso en los versos de Pandémica y Celeste (te voy a enseñar un corazón, un corazón infiel, desnudo de cintura para abajo), en Borges glosando su ceguera: las cosas ya no son como son, sino como eran. Pienso en los versos que desde Homero hasta Ángel González pasando por Dante o Espronceda elevaron la cultura, por mucho que ahora caigan poco a poco en desuso. Pienso en la maravillosa edición del siglo XIX que de «La vida es sueño» me regaló un amigo al que hace demasiado tiempo que no veo. Pienso en «El arte nuevo de hacer comedias», en las noches frías de Elsinor, en los escrúpulos que Tartufo nunca tendrá. Y por último pienso en don Francisco de Quevedo y Villegas, quien, tras ser recluido en Torre de Juan Abad, tras ser repudiado por todos aquellos que un día le amaron, en su tranquilo destierro lo dijo: a última hora quedan pocos pero doctos libros juntos.

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