THE OBJECTIVE
Octavio Cortés

Podemos y el efecto Pretty Woman

En la época en que el debate público se ha vaciado hasta degenerar en un staccatto de flashes idiotizante, harían mal los “nuevos partidos” en dar por supuesto que la sesteante España quiere de repente dar un brinco y ponerse en marcha.

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Podemos y el efecto Pretty Woman

En la época en que el debate público se ha vaciado hasta degenerar en un staccatto de flashes idiotizante, harían mal los “nuevos partidos” en dar por supuesto que la sesteante España quiere de repente dar un brinco y ponerse en marcha.

Garry Marshall estrenó “Pretty woman”, protagonizada por Richard Gere y Julia Roberts, en 1990. Desde entonces, cada uno de nosotros la ha visto no menos de 35 millones de veces. Se trata de la comedia romántica perfecta, el supremo mega hit bobalicón revienta-taquillas: adulta pero lo bastante familiar, cursi pero lo bastante ingeniosa, sexual pero lo bastante recargada de moralina almibarada.

Lo que se conoce como “efecto Pretty Woman” responde al hecho de que cada vez que ha sido emitida por televisión (oh- díos-mío-cada-puñetera-vez) invariablemente ha sido líder de audiencia. Tan consolidado es el efecto que cuando en una ocasión no alcanzó el primer puesto, el asunto copó los titulares del día.

Cualquier hambre de audacia y novedad, cualquier inquieta curiosidad que pueda arder en el corazón del espectador, se apaga de inmediato cuando suenan las palabras mágicas a la hora de comer:

– Anda, mira, esta noche echan “Pretty woman”.

Si el 11 de septiembre del 2001, a mediodía, hubieran estado emitiendo “Pretty woman”, todo el altercado de los aviones y los rascacielos hubiera pasado desapercibido: las apacibles multitudes de televidentes (felices, bovinos, regurgitantemente bovinos) hubieran estado en trance esperando la escena del regreso triunfal de Julia Roberts a la tienda de Beverly Hills.

A la hora de programar, sólo los novatos menosprecian el “efecto Pretty woman”. Ello vale para todos los sub-aspectos de la sincronización mental de masas, también el marketing político. En la época en que el debate público se ha vaciado hasta degenerar en un staccatto de flashes idiotizante, harían mal los “nuevos partidos”, sobre todo aquellos que prometen tomar el cielo al asalto, en dar por supuesto que la sesteante España quiere de repente dar un brinco y ponerse en marcha.

Y no es tan sólo que valga más lo malo conocido que lo bolivariano por conocer, sino que la política televisada del bipartidismo no ha surgido porque sí. Los espectadores de la psico-mierda chillona del viernes noche y los telefilmes de domingo por la tarde no van a ponerse a leer a Spinoza y a Schiller, a Flaubert y a Séneca, de buenas a primeras.

Y menos las obras completas de Hugo Chávez.

 

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