THE OBJECTIVE
Beatriz Manjón

Ponga un gato en su vida

No me gusta la palabra mascota. Encierra el egoísmo de creer que el animal existe para acompañarnos y no para ser acompañado, para amortiguar nuestra soledad y no a la inversa. Escribo esto mientras acaricio a Ratón, el gato que convive conmigo.

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No me gusta la palabra mascota. Encierra el egoísmo de creer que el animal existe para acompañarnos y no para ser acompañado, para amortiguar nuestra soledad y no a la inversa. Escribo esto mientras acaricio a Ratón, el gato que convive conmigo.

No me gusta la palabra mascota. Encierra el egoísmo de creer que el animal existe para acompañarnos y no para ser acompañado, para amortiguar nuestra soledad y no a la inversa. Escribo esto mientras acaricio a Ratón, el gato que convive conmigo, con la parsimonia del malo del Inspector Gadget. Él decide cuándo compartir su tiempo conmigo, cuándo abordar la rutina desde mis rodillas y cuándo desde el suelo, cuándo enroscarse como serpiente, ignorando toda tentación, o cuándo zampárselas de un brinco. Escatima ronroneos, como esos amantes que liberan un «te quiero» muy de vez en cuando, porque algo se pierde en lo que se dice. Yo lo colmo a besos y él dispone cronómetro en sus bigotes. Provoca su indiferencia una pasión insatisfecha y, por tanto, eterna.

«Nada hay más triste que un gato callejero que quiere ser un gato casero», dijeron en «The Walking Dead». Dedicarles un día es apenas un maullido, un zarpazo en el calendario. Pero puede uno intentar ser como aquel periodista que, según Fernández Flórez, denunció la caza del minino con anzuelo a manos de unos salvajes que resultaron ser oficiales del ejército. Después de mucha presión, rectificó a su manera: «No eran dos salvajes, sino dos tenientes de Infantería, los que hace una semana…» A los gatos antes los perseguía la Iglesia y ahora los aspirantes a Youtubers. El vídeo o la foto gatuna es como el postre de las primeras citas, siempre se quiere compartir. Vivir con gato es vivir con las uñas que olvida la nostalgia, sin aspirar a ser otra cosa —«el gato quiere ser solo gato», escribió Neruda—, sin aguardar que acudan a tu llamada, con la inconsciencia de una siesta inacabable, viendo el mundo panza arriba, que es un estar dispuesto a abrazarlo todo sin esperar nada.

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