THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

Por un nuevo patriotismo español

Cada vez que asisto a algún congreso de filosofía política en Estados Unidos y llega el momento de tomar un tentempié entre conferencia y conferencia, me invaden dos certidumbres. La primera, que el café que nos ofrezcan estará bastante malo. La segunda, que otros profesores me preguntarán a qué me dedico. Yo entonces contestaré que, entre otros, a analizar las diferencias entre patriotismo y nacionalismo. Mi interlocutor me inquirirá entonces amablemente si no son diferencias evidentes. Y yo deberé aclararle, algo azorado, que en España no.

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Por un nuevo patriotismo español

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Cada vez que asisto a algún congreso de filosofía política en Estados Unidos y llega el momento de tomar un tentempié entre conferencia y conferencia, me invaden dos certidumbres. La primera, que el café que nos ofrezcan estará bastante malo. La segunda, que otros profesores me preguntarán a qué me dedico. Yo entonces contestaré que, entre otros, a analizar las diferencias entre patriotismo y nacionalismo. Mi interlocutor me inquirirá entonces amablemente si no son diferencias evidentes. Y yo deberé aclararle, algo azorado, que en España no.

En efecto, sorprende aquí la cantidad de personas informadas que reputan nacionalismo y patriotismo como básicamente la misma cosa: sentir grandes emociones amorosas (y quizá algo cursis) hacia tu propio país. Para toda esa gente carece de sentido, pues, una estupenda cita que recogió Albert Camus: “Amo demasiado a mi país como para ser nacionalista”. Es una frase que les resulta absurda: ¿no es el nacionalismo justo ese desbocado amor?

La verdad es que no. Sentir afecto hacia los tuyos es algo que el ser humano ha experimentado siempre, mientras que el nacionalismo es una doctrina relativamente nueva. No hay autor alguno que la defienda antes de la llegada de filósofos como J. G. Fichte o J. G. Herder a nuestro panorama intelectual: es decir, no lo hay antes de finales del siglo XVIII, principios del XIX.

Sus dos tesis principales son sencillas de formular. La primera, que la humanidad se halla dividida en diversos “pueblos” o “etnias”. La segunda, que la división política del mundo debe coincidir con esa otra división previa. Cada comunidad política (preferiblemente, cada Estado) debe coincidir con una comunidad étnica preexistente, un pueblo que posee una identidad común. Si gente con la misma lengua no tiene aún un Estado propio, o al menos un autogobierno propio con amplios poderes, habrá de luchar por lograrlos. Cada “pueblo” debe abstenerse de mezclarse con otros y debe gobernarse a sí mismo. (Los nacionalistas tienen siempre un puntito puritano). Si gente que vive en un mismo territorio no tiene la misma identidad cultural, sino varias, habrá que “nacionalizarles” (dado que la otra opción, expulsar a los raritos, está hoy mal vista). Esto es, habrá de conseguirse (con la educación, con los medios de comunicación) que acaben compartiendo una misma cultura: españolizándolos, catalanizándolos, italianizándolos, americanizándolos.

Esto es lo que quiere un nacionalista español para España, esto es lo que quiere un nacionalista catalán para Cataluña. Y este es el motivo por el que, pese al histerismo con que nos azota, el nacionalismo se lleva mal con los tiempos contemporáneos: hoy más que nunca nuestras identidades se entremezclan y comparten ciudades, bibliotecas, internet, la UE. El nacionalismo se lleva mal con la realidad.

Ahora bien, si el nacionalismo es una doctrina política, no un mero sentimiento amoroso, ¿es en ese apasionamiento hacia tu propio país en lo que consiste el patriotismo, al menos? Tampoco. Ser patriota no es cosa de sentimientos, y menos aún de sentimentalismos. Obras son amores y no buenas razones. El patriotismo se demuestra no por el ritmo de tus palpitaciones cardiacas ante un himno, sino en la medida en que te comprometes en ayudar a tu país. Al igual que ser buen hijo se demuestra en cómo tratas a tus padres, y no en cuántos poemas de amor encendido les dediques, ser buen patriota se percibe en qué haces por tus conciudadanos, no en los golpes de pecho que te inflijas mientras musitas el nombre de tu nación.

Por eso el patriotismo no es un sentimiento, sino una virtud. La virtud de cumplir con tus obligaciones hacia tus connacionales. Sentir afecto hacia ellos probablemente te ayudará (igual que ayuda en la relación con tus padres); pero en último término no son esas emociones lo esencial. Por mucho que le cueste a nuestra época, plagada de sentimentalismo, admitirlo.

De este modo podemos entender mucho mejor la frase de Camus. Cuando afirma que ama demasiado a su país como para caer en el nacionalismo, solo nos dice que si queremos de veras servir a nuestros conciudadanos no les obligaremos a compartir una misma identidad. Es una frase que nos invita a ser patriotas, pero no nacionalistas, precisamente porque indica que el nacionalismo perjudica a tu patria, a los tuyos, a aquellos hacia los que te ligan ciertas obligaciones especiales.

Llegados a este punto, siempre surge la pregunta típica de alguien que se considera ciudadano del mundo, no de una u otra nación, e inquiere: pero ¿por qué voy a tener ciertas obligaciones especiales hacia mis connacionales que no tengo hacia el resto de la humanidad? ¿Por qué debo comprometerme más con un español como yo que con un zimbabuense o un japonés? ¿No somos todos humanos y merecedores de igual consideración? ¡Viva la gente, la hay donde quiera que vas! ¡Viva la gente, es lo que nos gusta más!

Es sencillo, empero, responder a estas dudas. Podemos perfectamente admitir que, en efecto, todos los seres humanos tenemos una misma dignidad, sin que ello implique que tengamos las mismas obligaciones hacia todos. Mi vecina del quinto tiene la misma dignidad que usted, amigo lector (¡y eso que ella no me lee!). Pero si yo ensucio el portal de mi casa eso no le afectará a usted, aunque sí a ella. De igual modo, la dañaré mucho más que a usted si no pago las cuotas de mi comunidad de vecinos. Dicho de otra forma: existen vínculos que ya tengo de hecho con mi vecina, pero no con usted. Y esos vínculos especiales implican obligaciones especiales. Incluso el mero hecho de caminar al lado de un viandante desconocido que tropieza y cae al suelo ya crea hacia él un deber especial mío (el de ayudarle a levantarse), que no tengo hacia las personas que se tropiecen, o tengan experiencias aún peores, en estos mismos momentos en Reikiavik.

Una patria es eso, un conjunto de vínculos, una trama de relaciones. Esas relaciones conllevan automáticamente ciertos deberes que no existen con aquellos con los que tengo menos o escasa ligazón. Por supuesto, puedo empezar a entablar relaciones con otras personas, pero de momento negar las que tengo es solo un modo de escabullirme de mis obligaciones para con ellas. Y esta idea de que las relaciones con otros humanos creen obligaciones especiales no es extraña: todos vemos lógico que también los amigos posean obligaciones especiales hacia sus amigos; que los que van en un mismo barco cuiden entre todos de su barco; y que los padres tengan obligaciones hacia sus hijos que no tienen hacia el resto de niños del mundo. En un capítulo de la serie de televisión House un paciente afirma que no ve motivos para cuidar de modo especial a su crío, habiendo como hay en la Tierra tantas otras personitas que necesitan también el cuidado de un mayor. El doctor House acaba descubriendo que una parte del cuerpo de ese hombre le está fallando, pero de no ser así sospecharíamos que su ética tampoco marcha del todo bien.

España vive momentos duros. Nos azota el nacionalismo que durante décadas hemos dejado florecer en varios de nuestros rincones. A veces hemos tenido miedo de combatir ese nacionalismo separatista con patriotismo español, como si eso fuera ponernos a su misma altura, como si el único modo de no ser nacionalista residiera en ser ciudadano de la humanidad, o invocar la mera legalidad; como si fomentar el patriotismo equivaliera a promover (otro) nacionalismo. Con el agua sucia nacionalista hemos arrojado al niño de la virtud patriótica.

Esa estrategia, hoy no cuesta mucho trabajo constatarlo, ha sido un error.

Pero podemos explorar la idea de un nuevo patriotismo español. Un patriotismo que no ha de ser nacionalista, aunque sí combatir todo nacionalismo. En la histórica manifestación barcelonesa del pasado 8 de octubre creí detectarlo: ese patriotismo que no busca imponer identidades (escuché hablar español, catalán, incluso gallego, mientras un amigo ruso-asturiano me animaba por Twitter), sino que persigue salvar los vínculos que, pese a quien pese, aún hoy nos ligan. Ese patriotismo que puede darnos energías para afrontar juntos los desafíos que el siglo XXI plantea a toda la humanidad, dado que nos pillarán a todos juntos, y que son retos que hoy, por culpa de las tretas nacionalistas, tenemos descuidados. Un patriotismo, en suma, que aproveche la inmensa herencia de nuestros mayores y que luche por nuestros hijos y nietos. Porque estos no son ni más ni menos valiosos que los descendientes de otros grupos humanos; pero es a ellos a los que más afectará lo que acabemos haciendo, haciéndonos, haciéndoles.

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